ALEXANDRE LAMAS (Psicólogo) | “Esa cabeciña…” | Martes 30 junio 2015 | 10:48
La mañana del 7 de diciembre de 1941, la aviación japonesa bombardeó a la flota de los Estados Unidos en Pearl Harbour. Este hecho supuso la entrada del país en la Segunda Guerra Mundial. Miles de jóvenes reclutas fueron enviados a combatir tanto en el frente del pacífico como en el europeo. Se unieron a otros jóvenes imberbes en la lucha contra los países del eje. Algunos no volverían nunca. Otros, los heridos o los que cumpliesen con su periodo de servicio, regresarían a sus hogares en los barrios de Nueva York y Chicago, pero también a los pequeños pueblos que abundan en estados como Wisconsin o Minnesota. La guerra transforma a los hombres. Las ideas previas de aquellos niños sobre el mundo se romperían de una forma difícil de entender para nosotros.
Pronto las autoridades del país advirtieron en muchos de ellos un cambio inesperado. Muchos de aquellos volvían a sus casas bajo el influjo del hechizo nazi. Defendían las posturas de sus enemigos y consideraban, como aquellos, que los problemas de su país estaban causados por el que consideraban el enemigo común de ambos: los judíos.
La maquinaria de propaganda Nazi había hecho mella. Mensajes emitidos por los alemanes a través de la radio y los pasquines incidían en que los alemanes veían a los americanos como un pueblo amigo.
Las autoridades estadounidenses, alarmadas por este hecho y la posibilidad de contagio de estas ideas en la población, decidieron formar ideológicamente a los soldados durante la fase de instrucción, antes de ir al frente. Les dieron charlas sobre las bondades de la democracia y del modelo americano. No funcionó.
Porque ese no era el problema. Aquellos chicos ya estaban completamente convencidos de esas ideas. El problema es que nadie las había puesto en duda nunca. Nunca habían escuchado argumentos en contra. Por lo que no sabían contraargumentar. Al ir al campo de batalla y escuchar las ideas que los nazis les transmitían, todo se torcía. Eran como esos niños sobreprotegidos contra los gérmenes que cuando son expuestos a cualquier enfermedad, su organismo no tiene defensas para luchar contra ella. Y si el problema era el contagio, la solución sería una vacuna.
La forma de vacunarlos contra la propaganda nazi seguía la misma lógica que la de las vacunas médicas. Durante la formación de los soldados se les exponía a los mensajes nazis pero atenuados, y después se les proporcionaban los contraargumentos. Cuando el soldado en alguna trinchera, escuchaba los mensajes de los alemanes, su cabeza los identificaba con los mensajes escuchados durante su entrenamiento y ofrecía de manera automática las contraargumentaciones que ya poseía.
La idea funcionó. A esta técnica se le denomina «inoculación» y fue ampliamente estudiada y desarrollada por McGuire. La inoculación sigue siendo una de las técnicas de propaganda más efectiva y usada aunque la forma en la que se da ha cambiado.
Ahora son los debates televisivos los encargados de inocularnos. Es sabido que cada uno de nosotros escoge canales de televisión y radio afines a nuestro propio ideario. En estos debates siempre hay personas de opinión contraria a la línea de la cadena o de la emisora. Suelen ser personajes cuya forma de exponer su argumentación resulta débil, por ser ellos ya personajes de escaso carisma. Rápidamente los otros tres o cuatro contertulios contraargumentan y acaban por machacar a su rival.
Así, somos nosotros los inoculados. La próxima vez que en el trabajo, o en el bar, o jugando una partida, al escuchar argumentos contrarios a los de nuestra ideología rápidamente acudirán a nuestra cabezas los contraargumentos. Y pensaremos en como ese pobre que expone argumentos contrarios a los nuestros puede estar tan equivocado. Y pensaremos en que por suerte nosotros sí tenemos una opinión bien formada. Y así, ya estamos protegidos de que nos contagien alguna idea.
Alexandre Lamas es psicólogo y ejerce profesionalmente en Ferrol, para más información podéis visitar su página web pinchando aquí.
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