EDUARDO ALONSO LOIS | Viernes 7 de marzo de 2025 | 10:00
Ferrol es la ciudad que nos encontramos al final de la autopista, la que se asoma por la bocana de la ría y la que nos emociona desde el avión. Es todas ellas a la vez, aunque, en realidad, Ferrol es el nombre de la ciudad a lo lejos, y si uno se acerca, cambia.
Desde lejos porque para los que no han llegado a entrar en ella es un pueblo feo y gris, tal vez porque es lo que han oído a muchos contar. Pero, desde cerca, cuando la vives desde dentro, para el que ya la conoce y queda preso de su belleza, tal vez haya que inventar otro nombre; para que todos la identifiquen.
Yo llegué a Ferrol a finales de 1999 y desde el primer minuto me di cuenta de que era una ciudad especial en la que cualquiera querría quedarse a vivir… De hecho, cuando la gente me preguntaba de donde era, respondía: «Yo soy de Ferrol». Desde entonces, he visto como en el 2004 volvía a abrir el Teatro Jofre tras casi 3 años de rehabilitación y la inauguración del auditorio de Caranza en 2016 donde hemos podido disfrutar de piezas teatrales y músicos de talla mundial; he visto las Meninas de Canido donde, desde el 2008, Edu Hermida ha logrado convertir la calle en un museo abierto de arte; y la puesta en valor del legado modernista en A Magdalena. Y disfruto de las insuperables playas de nuestro entorno, y de las procesiones de Semana Santa, y de la fiesta de las Pepitas. Todos ellos son motivo de orgullo porque no se puede hacer un mundo nuevo sin el viejo, eso sería artificial.
Además, se suele decir que el urbanismo crea la forma y los ciudadanos debemos darle vida, como está ocurriendo cada año con más ilusión y fuerza, gracias a espacios públicos que invitan a caminar, que están introduciendo la naturaleza en la ciudad y que facilitan el encuentro y la convivencia entre las personas.
Esta regeneración, iniciada con la peatonalización, devolvió al terreno su pendiente natural en la plaza de Armas convirtiéndola en punto de encuentro social a refugio del ruido; la reciente reforma de la calle de la Iglesia, con esas anchas aceras para pasear amablemente; la renovación que supone abrir Ferrol al mar, para mí, la obra de más importancia de este siglo si se acomete con atrevimiento; o el bulevar de As Pías, que humanizará la entrada a la ciudad, secuestrará el carbono y dejará de ser una barrera entre barrios. Todas, todas esas obras, harán de Ferrol una ciudad de futuro.
Pero me invade un temor atroz que os voy a explicar; porque todas las personas tienen una visión del mundo, sean o no conscientes de ello, formada durante su juventud. Y todo lo que ven o aprenden a partir de ahí, lo encajan en esa visión. Así, a través de ese filtro, dan coherencia a lo que consideran bueno, malo, lo que funciona, lo que no, lo lógico, lo absurdo… Y por eso, anclados al recuerdo de un paseo por la calle Real llena de gente o a cientos de coches alrededor de una rotonda en la Plaza de España, un amplio porcentaje de ferrolanos detestan los proyectos de futuro y defienden los que suponen otro paso atrás –como la vuelta del vehículo al centro-; porque tratan de proteger su forma de ver el mundo. Aunque con esta forma de reaccionar se van a perder lo mejor.
Yo no, que ya he hablado de Ferrol bajo otros nombres; o quizás no he hablado sino de Ferrol.
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