ALEXANDRE LAMAS (Psicólogo) | “Esa cabeciña…” | Martes 21 abril 2015 | 11:39
He leído en algún sitio que en el Antiguo Egipto se afeitaban las cejas en señal de duelo cuando su gato fallecía. Tengo la cuchilla preparada en el baño.
En mi casa hay un pequeño patio de atrás. Mi gato saltaba de patio en patio por todo el vecindario. A veces llegaba a la carretera y yo me lo encontraba cuando volvía de trabajar. Nos encontrábamos como dos compañeros de piso que unen sus caminos y entran juntos en la casa que comparten. Yo le abría la puerta y él entraba como la cosa más natural del mundo. Aunque la mayor parte de las veces el gato volvía a entrar por el patio, deshaciendo el camino hecho.
El miércoles 8 de abril, Azrael entró por allí con uno de sus saltos gimnásticos como hacía siempre. Pero ese día algo no iba bien. Comenzó a vomitar. No vomitaba esas bolas de pelo que echan los gatos. Vomitaba sin echar nada. Apenas babas. Vomitaba sin parar. Como era algo raro decidí llevarlo al veterinario aún a costa de parecer el típico padre histérico que se preocupa por nada. Después me fui a trabajar.
Volví por la noche con la intención de llevármelo para casa. Pero no pude. Azrael había comenzado a sangrar por el ano y no paraba de vomitar. “Está muy mal”, me dijo el veterinario. Y al decirlo puso una cara que ya había visto antes en los médicos. A lo largo de los años se me han ido muchas personas, demasiadas (aunque siempre son demasiadas). Y siempre hubo un médico con esa mirada. Esa mirada que lo dice todo, que hace que te estremezcas como si un grito de angustia surgiese de tu estómago y su eco recorriese todo el cuerpo.
El veterinario me dijo algo más, me dijo que al principio el creía que quizás Azrael se había envenenado al comer una rata envenenada por raticida. Pero que la analítica no correspondía. Me dijo que él creía que intencionadamente alguien había puesto pienso para gatos mezclado con algún producto que literalmente estaba abrasando a Azrael por dentro. Esa persona quizás no quería matar a mi gato en concreto, quiero pensar que no es así, pero desde luego quería matar gatos, el gato que fuese. Las posibilidades de Azrael eran muy pocas. Había que esperar a ver si superaba la noche.
Mientras hablaba con el veterinario Azrael reconoció mi voz y su maullido fue terrible. Hasta entonces había estado en silencio. Maulló porque me reconoció y me pedía que lo salvase. Maulló pidiéndome explicaciones, porque un gato no entiende nada, solo que sufre y que yo debería hacer algo, porque siempre que me ha necesitado lo he intentado ayudar, pero en esa ocasión no podía hacer nada. Lo acaricié para tranquilizarlo. “Venga Azraeliño, se fuerte Azraeliño” le susurraba y cada vez que retiraba mi mano volvía a maullar reclamándome.
Aunque sé que es algo que pasa a menudo, me pregunté por qué alguien habría hecho algo así. Pensé que quizás mi gato o los gatos le molestaban. Quizás maullaban a deshora y le despertaban, o puede que le entrasen en casa y comiesen sus plantas, o que le manchasen la carrocería del coche, o que intentasen comerse a sus gallinas (aunque pocas gallinas quedan ya en Canido), o quizás molestaban a su perro, aunque me niego a creer que alguien que tenga animales haga algo así.
O puede que a esa persona le gusten más las ratas y prefiera ver las calles llenas de ratas. Quizás le gustan las ratas porque en otra vida fue una rata, puede que todavía lo sea en esta. Lo que no hay duda es que esa persona, aunque quizás ella no la sabe, ha cometido un delito castigado con penas de prisión con lo cual es un delincuente, y si no me cree que se mire el artículo 337 del código penal.
En cualquier caso decidió que la molestia que le podían causar los gatos era suficiente para someterlos a un sufrimiento terrible y de paso a Azrael y a mi familia. Seguramente mientras mezclaba ese producto con el pienso para gatos, pensaba en lo bien que dormiría esa noche, en el bien que se hacía a si mismo. Quizás sonrió mientras mezclaba el pienso con ese producto, pensando en cuantos gatos pasarían la noche retorciéndose de dolor para que esa persona pudiese dormir tranquila.
Había que esperar a ver si los medicamentos hacían algún efecto. Si durante la noche pasaba algo me llamarían a partir de las 9:30 de la mañana. Para que la persona que mató a mi gato durmiese tranquilo nosotros pasamos la noche en vela, sabiendo que el que había sido mi amigo durante siete años se retorcía de dolor.
“¡Es solo un gato, no es para ponerse así!” exclamará alguien. Es cierto, solo es un gato. Mirad, cuando yo era pequeño mi padre me llevó a la aldea el día de la matanza. Mi padre era de una aldeita cerca de Cedeira. Una cosa que nunca olvidaré de ese día, aparte de los gritos del cerdo que llegaban hasta la casa desde la porqueriza, es a los hombres que iban a matar al cerdo bebiendo. Al preguntarle a mi padre por qué, me respondió que no era fácil matar a un animal y ver como lucha por su vida y como grita de dolor.
Especialmente si has visto nacer a ese animal, si le has alimentado todos los días, si lo has visto crecer. Por mucho que sepas que lo haces por comer y por mucho que ese animal se revuelque en su propia mierda. Mirar a los ojos a un animal mientras muere en un terrible dolor no es plato de buen gusto, aunque lo hayas hecho muchas veces antes, aunque sepas porque lo haces. Aunque sea un cerdo, porque hay una diferencia entre ser duro y ser un gilipollas sin sentimientos.
Durante la noche me acordé de cuando mi pareja había traído a Azrael. Lo había encontrado cerca de su trabajo. El gato iba de vez en cuando con su madre y un hermanito a reclamar comida por allí. Un día su madre y el hermano desaparecieron y solo vino él. Decidimos llevarlo a mi casa. Yo nunca había tenido una mascota de niño. A mi madre no le gustan los animales. Tenía dos meses.
Tan poco sabía yo sobre animales, que cuando lo trajimos creí que era una gata y la llamé Mara. Hasta que la llevé al veterinario por primera vez y me dijo que era un macho. Le levantó el rabo y me dijo: “Ves, son los huevos, y tiene unos buenos huevos por cierto”. Aunque poco le durarían porque unos meses después, y como recomiendan los que de esto saben, se los íbamos a quitar.
Dieron las 9:30 horas, después las 9:35 horas, 40, 45. Se me hicieron largos esos minutos. Pero cuando pasó un rato, empecé a esperanzarme, quizás había mejorado por la noche. Fui al veterinario en cuanto pude con esa esperanza.
Pero no había mejorado por la noche. Había empeorado. De nuevo me reconoció y maulló como si le estuviesen arrancando la vida, porque lo estaban haciendo. Durante toda la noche no había parado de vomitar y sangrar. Apenas se movía. Me miraba mientras maullaba y en los ojos, en sus ojos de oro, había una neblina como si mirase desde el fondo de un sueño. Se intentó poner en pie y acercarse a mí, pero se derrumbó. No me importa admitir que con mis 35 años lloré como un niño al verlo así. Después tuve que volver a trabajar.
Al mediodía el veterinario me llamó, estaba sufriendo mucho (oí sus maullidos de dolor a través del teléfono) iban a sedarlo y había que decidir si sacrificarlo. Lo fui a ver una última vez. Apenas pudo abrir un ojo. Parecía tranquilo. Recuerdo que con cada respiración emitía un quejido. Hace años hice mis prácticas de psicología en el Arquitecto Marcide. Parte de las prácticas se desarrollaban en el area de paliativos. Había escuchado esa respiración muchas veces y sabía lo que significaba.
Iba a morir, pero yo no podía decidir acabar con su vida. “Es una pena -me decía una de las veterinarias- es tan bueno”. Si que era bueno. Nunca arañaba, ni se quejaba, solo cuando quería comer. Admito que cuando quería comer era un auténtico plasta. Como todos los gatos. Era tan bueno que para llevarlo al veterinario no necesitaba ni transportín, simplemente lo llevaba en brazos, aunque empecé a usar el trasnportín porque a veces se asustaba cuando veía a algún perro.
Nos seguía a todas partes por la casa, siempre pendiente de lo que hacíamos, asomando un ojo por detrás de las esquinas, como un espía que esperaba a que nos sentásemos para avalanzarse sobre nosotros y rozar cara contra cara. Y si nos echábamos a dormir entonces aprovechaba el hueco de la espalda para hacer su nido con el lomo arqueado mientras daba vueltas y se enganchaba a nuestra ropa hasta dejarla a su gusto.
Suspendí la clase que tenía que dar y también todas las sesiones de terapia para ese día y para el siguiente. Es cierto que hay problemas mucho más graves que que se te muera el gato. Pero las personas que acuden a terapia se merecen que tenga la atención puesta en ellos y sabía que no iba a poder dársela.
Hay algo en nuestra relación con los animales que es difícil de explicar. Algo primitivo que trasciende las palabras. Con ellos abandonamos el juego de máscaras con el que nos relacionamos los seres humanos y podemos ser auténticos como lo son los animales con nosotros. Solo quien haya convivido con un animal puede entenderlo.
Con el veterinario acordé que esperaríamos unas horas, a ver si había un milagro. Porque siempre esperas que haya un milagro, aunque sepas que no lo habrá. Porque aunque ya hayas esperado muchas veces ese milagro que no llega, no puedes evitar pensar: “Coño, alguna vez tiene que ser”. Un par de horas después Azrael no aguantó más y murió. Nada más de ronroneos, nada de ratoncitos muertos en señal de amistad, nada. Solo el vacío que queda después. Solo la añoranza.
Azrael, pantera en miniatura, ninja atrapamoscas, pedacito de sombra. Quiero dedicarte este artículo por todo lo bueno que has aportado a mi vida. También quiero dedicárselo a la persona que a la altura del ocho de Abril y en el entorno de la calle Alonso López aquí en Canido, decidió que tú y los tuyos estabais mejor muertos. Si esa persona está leyendo esto solo quiero decirle una cosa: “Espero que estés contento”.
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