ALEXANDRE LAMAS (Psicólogo) | «Esa cabeciña…» | Jueves 8 diciembre 2022 | 14:14
En el amanecer de África, un animal recorre la llanura. No es todavía humano, pero en sus genes está la potencia de serlo. Tiene algo de mono aunque tampoco llega a tanto. A ratos camina sobre sus patas traseras, es difícil pero le da la ventaja de ver el horizonte. Furtivamente se adentra en el territorio de un enemigo que le supera en todo y gobierna el mundo: el león del Atlas. Sabe, sin tener consciencia de que sabe, que cualquier ruido, cualquier movimiento, incluso un cambio en la brisa que lleve su olor en la dirección equivocada será su perdición. Sin embargo, una fuerza superior le arrastra.
En la espesura se oculta su anhelo. No le ha puesto nombre porque no conoce la palabra, pero sí el deseo. Llegará el día en que sus descendientes se referirán a ese tesoro con la palabra azúcar, pero millones de años le separan de ese día. Esa noche ha tenido un sueño, y para él los sueños tienen algo de real y la realidad mucho de ensueño. Ha soñado con la miel y en la vigilia su sabor le reclama.
Esta mañana, Arturo vuelve a la calle. Intuye un día largo, pero sabe que esa impresión es falsa. Acabará buscando posponer su final. Anticipa los hechos de la jornada, porque es una repetición de jornadas anteriores. Una secuencia exhausta. Le gustaría que hubiese cambios. Le gustaría que hoy su hija cediese y no fuese a buscarlo cuando esté bebiendo. Le agota su mal humor, su cara de reproche, le agota su amor por él. También le agota el amor de su hijo, que es más serio y distante, pero igual de preocupado. Los tres son animales heridos. Arturo ha decidido beber hasta consumirse.
A lo largo de millones de años, la evolución nos ha dotado de herramientas prodigiosas para nuestra adaptación al medio: nos ha hecho caminar sobre las patas traseras, pulgares oponibles para el manejo de herramientas, etcétera. Pero la evolución también se ha encargado de favorecer ciertas conductas. El animal de la llanura del que hablábamos antes necesita glucosa para el funcionamiento cerebral y aunque puede producirla consumiendo plantas este proceso es costoso para su cuerpo. Es mucho mejor encontrar la glucosa lo más pura y concentrada posible. Por eso va a buscarla al territorio del león a pesar de todo. Porque es muy importante para él. Pero él no tiene consciencia de lo que es importante. Por eso la evolución ha producido estructuras internas que regulan nuestra conducta.
Una de las más asombrosas es el denominado circuito de recompensa. Este circuito que implica la amígdala, el hipocampo, el area tegmental ventral, el núcleo accumbens y la corteza prefrontal reconoce conductas que nos son beneficiosas y las recompensa segregando endorfinas y dopamina que nos hacen un poco más felices y nos motivan a repetir esa conducta. Por eso da tanto gustito entrar en calor un día que nos hemos empapado de lluvia, por eso nos sentimos felices al comer unas Oreo. Bueno, antes de sentirnos culpables. El placer que sentimos en ese momento es por nuestro instinto, la culpa que sentimos después es por nuestra educación. Hubo un tiempo en que consumir azúcar era muy difícil, ahora hay estanterías repletas en cualquier supermercado, y ya es casi tan barata como las manzanas. Nuestro cuerpo tiene un mapa que ya no se ajusta al territorio.
Muchas sustancias, y especialmente aquellas que denominamos drogas, alteran el funcionamiento neurológico, lo hacen malfuncionar y ese malfuncionamiento a veces provoca placer cuando no debería. El alcohol es un buen ejemplo. Nos hace sentir bien. Cuando una persona decide beber y, sobre todo, cuando decide beber una y otra vez no está escogiendo entre dos opciones iguales, una tiene que ver con el instinto y la otra con la educación. Cuando bebemos nos sentimos bien, cuando no bebemos nos sentimos mejor pero de otra manera. En el primer caso es porque el circuito de recompensa nos da placer inmediato (a parte de lo satisfactorios que puedan resultar otros efectos), en el segundo es la satisfacción de que nuestro organismo pueda funcionar sin alteraciones, pero los beneficios de esta segunda opción solo se ven a largo plazo.
Escucho cómo Arturo, cansado y delgado, atacando porque se siente atacado, apela a la libertad, a una elección personal, para justificar ante sí mismo y los demás el proceso de destrucción al que está sometido y al que somete a todo su entorno. «Lo hago porque quiero», «a mí me gusta», «si me hace sentir bien, ¿qué tiene de malo?». Entiendo que ha decidido que no quiere enfrentarse a su dolor porque es demasiado grande.
Tampoco tiene nada de malo que un gato mate ratones. Pero, a pesar de toda la literatura que adorna la libertad los gatos, el día que un gato pueda decidir no matar un ratón aunque le apetezca, solo entonces será libre.
Alexandre Lamas es psicólogo y ejerce profesionalmente en Ferrol, para más información podéis visitar su página web en este enlace.
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