ALEXANDRE LAMAS | Lunes 11 de noviembre de 2024 | 11:25
En mi último año de universidad un eclipse total cruzó la península. Fue todo un acontecimiento. Cientos de personas nos reunimos entorno al observatorio astronómico para mirar al sol. Recuerdo que era uno de esos días de cielo azul en los que parece que nada malo puede pasar y que yo estaba tumbado en la hierba, creo que usé un cristal de soldadura para protegerme la vista, y Raúl se acerco a mí.
He leído en algún sitio que los indios de norteamérica afirmaban que el cielo es como una tela que cubre el mundo y que si alcanzabas el lugar dónde se toca con la tierra podías levantarla y pasar al otro lado. Para ellos había dos tipos de seres: los que sólo vivimos este mundo y los que vienen del otro lado. El coyote es del otro lado. Raúl también era del otro lado. Y su aparición era como la llegada de una criatura mágica.
Raúl era estudiante pero no tenía piso y dormía en casa de los amigos. Timbraba por sorpresa y se quedaba un par de días en el sofá. Después cogía sus cosas y, como un nómada, se iba a buscar otro sofá. Hablaba de filosofía mientras veía películas antiguas de vaqueros. Todo era inesperado en él: sus gestos, sus palabras, hasta su risa era extraña. Era una risa muda, sólo abría la boca y hacía el gesto de reir, pero no emitía ningún sonido. Se reía mucho.
Era raro que siendo tan raro ligase tanto. Hubo una temporada en la que, hablando con alguna chica a la que pretendiese conquistar, llegaba un momento en que preguntaba: «Y tú, ¿eres raptable?» Me parecía la gilipollez más grande que se podía decir. Y yo veía que las chicas se sorprendían y lo miraban pensando que era una gilipollez. Pero hay gente en la que opera algún sortilegio que no alcanzamos a entender porque a él le funcionaba. Como es propio de los tímidos, yo envidiaba su carisma. Aunque quizás sólo ligaba porque era guapo y lo que dijese daba igual.
Contemplamos juntos el eclipse a través del mismo cristal oscuro, la luna redujo al sol, y el otro lado de las cosas tomó el mando. Raúl me miró y me dijo: «Ahora nuestros destinos están unidos. Nos hemos cruzado mientras la luna y el sol se cruzaban». Era un místico, un poeta y un pedante.
Después de aquello sólo me lo encontré una vez más. Fue de noche, de fiesta, estaba exaltado, me agarró la cabeza y me besó en la boca. Lo hizo con todo el mundo que se cruzaba. Nunca lo había visto tan feliz. Se mató unas horas después. Al principio se dijo que había tenido un accidente. Por un hermano nos enteramos de que se había ahorcado como marca la tradición de la tierra.
Cuándo hice el curso de intervención en el suicidio, la ponente decía que había dos formas de enfocar el suicidio: como un crimen contra uno mismo que no se debería cometer o como la decisión de una persona, que aunque consideremos equivocada, tenemos que intentar comprender. Si eramos del primer grupo, nos sería muy difícil ayudar a alguien, porque nuestros propios prejuicios nos impedirían llegar a ellos.
En el curso nos enseñaban a buscar un enganche, a encontrar ese algo, si existe, que haga que la persona quiera seguir en este mundo. No siempre es lo evidente. A veces no son los hijos, ni la pareja, ni las promesas de un futuro mejor. A veces es el surf, la música o el gato lo que nos hace seguir.
Mientras nos explicaban esas cosas yo me preguntaba si sería cierto que Raúl no vio nada que le conectase con el mundo. Y me parecía imposible. Para mí, él representaba la vida que viviríamos si poseyesemos el arrojo necesario. Deboraba cada instante. Su brillo ardía en los bosques de la noche como el tigre de William Blake.
Así que nunca sabré por qué lo hizo. Me gusta pensar que vivió cómo quiso y murió de la misma manera. Sobre su vida él siempre tuvo la última palabra y también todas las demás.
Alexandre Lamas es psicólogo y ejerce profesionalmente en Ferrol, para más información podéis visitar su página web.
Debate sobre el post