COSAS DE NOELIA | Martes 11 octubre 2016 | 13:32
Antes de cumplir los diez años me enfrenté a la decisión más importante de toda mi vida: «¿Ordenador o vídeo?», cuestión planteada por mis padres para escoger el regalo de Reyes.
Después de meditarlo durante unos días, elegí vídeo, alegando que era algo que podíamos usar toda la familia, en un inocente y burdo intento de conseguir ambos aparatos, demasiado influenciada por las películas en las que si uno se portaba bien obtenía recompensa.
Así que un vídeo entró en mi vida esas Navidades. Marca Sanyo. Como el televisor y el radiocasete. Si una marca iba bien para qué pensar en otra. Qué tiempos aquellos del pensamiento práctico. El televisor llevaba con nosotros poco tiempo. Recuerdo perfectamente lo primero que vi en color: Los Pitufos. Un mundo nuevo se abrió ante mis ojos. Abracé mentalmente aquella maravilla de la que tenía que alejarme cuatro metros para no dañar la vista. Igualmente desarrollé una inoportuna miopía que me impedía ver con nitidez Buck Rogers y quizá por eso confundía esta serie con Star Trek y Dr. Who.
El vídeo era una máquina maravillosa: yo, que siempre he sentido pasión por almacenar recuerdos, podía grabar todo aquello que quisiera para verlo cuando lo deseara. A veces hablo con aquella niña y le digo: «Ay, cuando conozcas Youtube y la televisión a la carta», la niña me mira raro, pasa de mí y sigue comiendo yogur de fresa con Smacks mientras ve Bola de Dragón.
Tuve que esperar todo un año o quizá dos, para tener el ordenador. Un Amstrad PC2086. En blanco y negro. ¿Qué se hacía con un ordenador si no había internet? Pues jugar al Tetris. Y el MS-DOS como sistema operativo. A dos puntos. C dos puntos. DIR. Y con un INPUT y un IF, creé un pequeño Trivial, para sorpresa de mi profesora de informática. Pero mi carrera como brillante programadora o joven hackeadora acabó ahí: aparecieron el Maniac Mansion y el California Games.
Tenía televisor, vídeo y ordenador para mi disfrute. Y mi madre una licuadora para torturarme. Licuadora Moulinex, como la batidora y la yogurtera. Llega un momento de la vida en el que toda madre necesita una licuadora para atiborrar a sus hijos de vitaminas. Cada mañana tenía que engullir, tapando la nariz como truco, un zumo de naranja, manzana y zanahoria licuadas.
Mención aparte merece la sandwichera, el electrodoméstico más útil y menos valorado. El atemporal. El must en una cocina. El electrodoméstico que no conoce de edades. Siempre a tu servicio, siempre correcto, siempre haciendo CLONK a los dos minutos de desenchufarlo.
Con Los Gremlins surgió mi pasión por las batidoras de vaso, pasión que atravesó mi infancia y adolescencia. Pero en casa de mis padres jamás se compró: qué inutilidad si ya teníamos la batidora de mano, conocida por aquel entonces como batidora. Sin más.
Y te vas de casa de tus padres y te llevas el vídeo que ya nadie usa, la Super Nintendo que acabas guardando en un cajón junto con la Game Boy, el segundo ordenador que te compraron, la cadena musical y el pequeño televisor que te regalaron por la Comunión. Te dan un viejo microondas y lo primero que compras es un televisor grande para la sala. Y allí estás, feliz de la vida, hasta que echas de menos la sandwichera. Incluso antes que el DVD que lee todo incluso avi. Y piensas en cómo meter en la tostadora vertical las dos rebanadas apretujadas con el jamón y el queso.
Tienes tu casa, tu televisor, tu microondas, tu DVD que lee todo incluso avi y tu sandwichera. Pero necesitas una batidora. Aparcas tu sueño de Gremlins y después de pasearte por el pasillo de la sección de electrodomésticos tocando con la punta del dedo esas preciosas y sofisticadas batidoras de vaso mientras suspiras, adquieres una de mano. Lo práctico, lo económico.
El cambio de los 20 a los 30, además de la depresión y la sensación que el tiempo es cruel y despiadado y la muerte de tu juventud acecha, viene con el electrodoméstico para hacer perritos, máquina que resulta vencedora en el combate que estableces entre esta y el palomitero.
Recién cumplidos los 30 años, como síntoma del declive que la nueva década supone, te pones a ver la Teletienda de madrugada. Te gusta. Lo quieres todo: lo de los abdominales, los cuchillos. Y, un momento… ¡Una batidora de vaso! Qué barata para todo lo que hace. La compras, te llega a casa y dos o tres meses después, cuando la desempaquetas y la usas, descubres que no tiene un botón para batir sino que tienes que girar el vaso manualmente creándote una contractura en el aductor del pulgar. La dejas de usar. La repudias. Piensas en la batidora de los Gremlins. La abandonas en el desván.
Entre los 30 y los 35, pasan, por orden, la fondue, la raclatte, la panificadora, la batidora de varillas, la máquina de coser del Lidl, la sartén-paellera eléctrica y ya no tienes sitio para tantos Tuppers.
Pasados los 35 y antes de llegar a los 40, con hijos a los que ofrecer los mejores lujos del mundo, la ilusión por cuidarte o con amigos a los que invitar a copiosas comidas, porque lo de las cenas ya ha pasado a mejor vida, aparece Lekué, la Roomba y, como colofón, la Thermomix. Se empieza a hablar en serio, comenzamos a ser dueños y señores de nuestra casa, nuestro imperio del orden y el saber hacer.
Una pareja amiga ha protagonizado la guerra de electrodomésticos más hermosa que he visto jamás. Él quería la Roomba, ella quería una licuadora de frío de mil doscientos euros. Nos atragantamos todos. ¿Una licuadora de mil doscientos euros? ¿Estamos locos? Ella explicó muy serenamente, mientras comía patatas fritas tipo MacDonalds, que la licuadora de frío permitía que los alimentos conservaran todas sus propiedades nutritivas. La maldición se cumplía de nuevo: llega un momento de la vida en el que toda madre necesita una licuadora para atiborrar a sus hijos de vitaminas. Por supuesto, no perdí la oportunidad de contar mi historia con los zumos licuados, lo mal que lo pasaba cada mañana y que, por favor, no le hiciese eso a sus hijos.
Pero él se adelantó y la Roomba estaba a los dos días en su casa. Dio la noticia por el grupo de Whatsapp. Ella se enteró al mismo tiempo que el resto. «Ya la estás devolviendo o le abro la puerta según la pongas a funcionar».
Pasados un par de días, muchos vaciles e intercambios de mensajes, pudimos apreciar que ella se había enamorado de la Roomba, de hecho, una buena mañana, envió un mensaje al grupo diciendo que no la encontraba. Nos angustiamos. ¿Dónde estaría? Apareció debajo de un sofá: se había atragantado con un calcetín. Lo ha superado y se encuentra bien.
Ahora él quiere la Thermomix. Desde aquí todo mi apoyo, sé que lo conseguirás.
Yo, mientras tanto, sigo pensando en los Gremlins. Algún día. De momento, me voy a preparar un sándwich.
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