ALEXANDRE LAMAS (Psicólogo) | “Esa cabeciña…” | Martes 20 agosto 2019 | 10:26
Cuando en el instituto me enseñaron lógica en la asignatura de filosofía, comenzaron con este silogismo: «Todos los hombres son mortales, Sócrates es un hombre, luego Sócrates es mortal». Que el aprendizaje de la lógica empiece por una deducción sobre la muerte no es banal ni casual. Para llegar a conclusiones verdaderas, la lógica debe partir de enunciados que sean ciertos. No hay nada más cierto que la muerte. Es muy sensato que la primera lección de la lógica parta de una verdad tan rotunda.
Y a pesar de esa certeza, o precisamente por ella, le volvemos cada vez más la espalda a la muerte. Hace unos años le puse a una amiga un vídeo de una conferencia de Jaques Lacan, el famoso psicoanalista. En el momento en el que Lacan afirmó «hacen bien en creer que van a morir», mi amiga se levantó y se fue. Ese es el efecto que provoca en nuestra generación hablar sobre la muerte.
Cuando pienso que voy a morir, a veces, siento como un vértigo enorme. No me pasa siempre. Es solo cuando realmente tomo consciencia del hecho. Es una angustia intensa y en esos momentos desearía ser un gato y no saber pensar en la muerte, solo sentir la vida como hacen ellos. Por suerte ese pensamiento me dura poco.
Eso sí, nunca pienso en que hay después de la muerte, porque lo sé con certeza. Os voy a decir lo que hay tras la muerte. Tras la muerte hay un montón de problemas para los que se quedan.
Siendo un niño de cinco o seis años, mi padre me llevó a la ofrenda floral del 10 de marzo. Si alguien de fuera de Galicia lee este articulo, debe saber que el 10 de marzo es el “Día de la clase obrera gallega”, porque el 10 de marzo de 1972 la policía disparó indiscriminadamente sobre los trabajadores del astillero Bazán que se manifestaban en las calles de Ferrol. Más de cien personas resultaron heridas y dos murieron: Amador Rey y Daniel Niebla.
La ofrenda fue en el cementerio, recuerdo que estaba plagado de flores, enormes coronas, decenas de ellas, sobre los nichos. Yo tendría cinco o seis años y no entendía muy bien lo que pasaba. Sin más, decidí decir en voz alta mis impresiones, como hacen a veces los niños, a una señora que había a mi lado y que no conocía. En seguida noté que mis palabras tenían un efecto inesperado, aquella mujer me miró con ojos enormes y se marchó.
Cuando el acto acabó, vi a la misma mujer llorando desconsoladamente sostenida por otras dos personas, una de ellas, una mujer joven que llevaba una camiseta rosa le preguntaba con nerviosismo: «¿Quién te lo dijo?», a lo que la mujer respondió con un sollozo, «¡ese!», señalándome a mí. Mi padre saltó como un resorte, me agarró por los hombros y me preguntó: «¿Qué le dijiste?» Yo me asusté, como cualquier niño cuando descubre que ha hecho algo mal por la forma en la que le hablan los adultos, y respondí la verdad: «Dije que era un ramo muy grande para esa tumba tan pequeña».
Esas palabras habían desbordado la emoción de aquella mujer que había perdido a un hijo hacía entonces más de diez años. No puedo recordar si era la madre de Amador Rey o de Daniel Niebla. Seguramente nunca lo supe. Ese es el dolor de los que se quedan. De hecho, la palabra duelo significa dolor.
Muchas veces hemos oído hablar de las fases del duelo. Son esas etapas emocionales por las que pasamos cuando alguien se va. Sin embargo, así planteado puede parecer como si fuesen algo que nos pasa por encima. En el año 1991, William Worden propuso que era mejor hablar de tareas y así proporcionarle a las personas la posibilidad de verse a si mismo como sujetos activos durante ese proceso. Habló de esas tareas como aquello que el doliente tiene que resolver para elaborar de manera adecuada el duelo.
Según Worden, las tareas son cuatro y no son sucesivas, ni tampoco es necesario finalizar una para comenzar otra. A veces se dan de forma simultánea.
La primera tarea es la de aceptar la realidad de la perdida, tanto a nivel emocional como racional. Parece más fácil de lo que es. Hay algo tras la pérdida de alguien amado que nos impide aceptar que es verdad. Y, sin embargo, debemos enfrentarnos a la tarea de doblar su ropa y sacarla de la casa. A la tarea de usar los verbos en pasado cuando hablamos de ella. A la tarea de cerrar las cuentas de sus redes sociales. Porque si no lo hacemos, quedaremos atrapados en un tiempo que no volverá. A veces hasta nos parece verlo por la calle en el rostro de otras personas.
La segunda tarea es elaborar las emociones relacionadas con el duelo: el dolor, la tristeza, el enfado, la ansiedad o la culpa. Esta tarea puede bloquearse al no permitirse sentir las emociones o estancarse excesivamente en una de ellas. Decía Bukowski que «lo más importante es saber atravesar el fuego». A veces, en esos momentos, nuestros amigos, nuestros seres queridos, quieren mantenernos alejados del fuego. Con la mejor de las intenciones, intentan que nuestra cabeza este en otra parte. Permitirnos sentir es también una tarea.
La tercera es aprender a vivir en un mundo donde el fallecido ya no está presente. Esta tarea exige redifinirse a uno mismo, asumir las tareas de las que se encargaba esa persona. Esta tarea puede bloquearse si la persona no es capaz de desarrollar las habilidades de afrontamiento que necesita, o pierde la ocasión para incorporar nuevas habilidades, aislándose y volviéndose dependiente.
La cuarta tarea trata de resituar emocionalmente al fallecido. Es la única que necesita a las otras tres para poder darse. Esta tarea tiene que ver con la ilusión de vivir y de volver a arriesgarse, de involucrarse de nuevo en el mundo, de ver un futuro en el que queremos estar. Negarse a uno mismo la posibilidad de volver a ser feliz, como si fuese inapropiado o como si estuviésemos traicionando al fallecido, es el principal escollo que podemos ponernos a nosotros mismos aquí.
Porque el duelo es un proceso con un principio y un fin. El hecho de que se pueda recordar al ser querido sin dolor y que se puedan volver a experimentar emociones e ilusión de vivir son los indicios de que el duelo ha llegado a su fin. Pero incluso cuando el duelo se ha resuelto es normal experimentar altibajos, quizás porque se acerca una fecha importante, porque un niño dice algo inapropiado en un momento inapropiado, o porque algo nos lo recuerda con especial intensidad. Como escribir este artículo.
Epílogo:
Cuando mi padre oyó lo que le había dicho a aquella mujer, su cara cambió del nerviosismo a la comprensión. Se acercó a aquella familia doliente y trató de explicarles lo que había pasado. La chica de la camiseta rosa le recriminó mis palabras a gritos. Él se puso serio, era un tipo bajito pero cuando se ponía serio parecía ganar estatura (como el doctor Slump). Dijo algo así como: «Solo fue el comentario de un niño» y se volvió hacia mí, me cogió de la mano y echamos a andar hacia la salida. Yo estaba paralizado por la congoja. Mientras caminábamos me sonreía y me repetía que no me preocupase. Han pasado 26 años desde que él no está.
Escribo esto en el bar Mare Nostrum, en Caranza, tras la columna junto a la máquina de tabaco. Ahora me levantaré para pagar e irme. Es agosto pero fuera el día esta gris, seguramente lloverá. Aún así me voy a poner las gafas de sol para que la camarera no me vea los ojos rojos de secarme las lágrimas. Y después me voy a comer con mi madre, creo que ha hecho cuscús.
Alexandre Lamas es psicólogo y ejerce profesionalmente en Ferrol, para más información podéis visitar su página web en este enlace.














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