MARTA CORRAL | ‘O Falar non ten cancelas’ | Viernes 1 agosto 2014 | 11:40
Ya están aquí. Se nota, se siente. Se ve, se escucha. El kilómetro cero se vacía en el mes de agosto y el éxodo de sus vecinos hacia tierras más frescas se hace patente en muchos pueblos de la geografía española. Y claro, a frescor, nos ganan muy pocos. De modo que, a estas alturas de la película, nos preparamos para el aluvión de madriles que llegarán en tres, dos, uno.
En su mayoría, llevan veraneando por estos lares desde que tienen uso de razón. Quizás sus abuelos eran gallegos, o -algo muy típico-, sus padres han estado destinados aquí durante buena parte de su vida. También, que no se nos olvide, puede que hayan nacido en Galicia y se hayan visto abocados al exilio madrileño. Estos últimos, son menos madriles, pero lo son. Ya me entienden.
Cabañas -que no Cabanas-, Puentedeume -que no Pontedeume-, Ares, Cedeira y Ferrol, acogen a la mayoría de estos peculiares veraneantes que, sin duda, dejan una huella más allá de lo económico. Marcan tendencia, para bien o para mal.
Gracias a ellos, la estampa del paseo marítimo aresano se convierte cada atardecer en un catálogo de GAP, los chiringuitos cabaneses no tienen nada que envidiar a los de la Costa del Sol, hay overbooking en Caaveiro, el Kilowatio tiene que importar marraxo y las colas en los baños de los pubs ferrolanos son desesperadamente eternas. Benditos sean.
Sus atuendos suelen ser delatadores. Para ellos: las alpargatas que no falten -descalzas, eso sí; o, como diría mi abuela, a modo de lorchos-, bermudas en colores imposibles y rechamantes -sin renunciar al camel, ese color elegante por naturaleza-, cinturón trenzado con hebilla dorada -la rojigualda en todo su apogeo, mayormente-, polo o camisa desabotonada a media asta y esa melenilla inconfundible a lo hijo de Aznar, despeinada pero formal. Calculada al milímetro. Gafas de sol, por supuesto, aunque llueva. Sigue habiendo mucho yeyé.
Ellas pasan más desapercibidas, seamos sinceros. La democratización de la moda made in Inditex ha conseguido equipar a varias generaciones sin apenas diferencias; pero si las buscamos, las hay, porque se ponen sin complejos lo que muchas no se atreven a lucir por la calle Real. Se me vienen a la cabeza esos tocados pijipis, por ejemplo; o, uno de los must más absurdos que he visto últimamente: las míticas cangrejeras -fanequeras, si eres de las Rías Baixas-, con tacón o plataforma. Por supuesto, en algún color ácido para remarcar el moreno o en uno pálido romántico -muy poco sufrido, que dirían las madres-.
Puede que, con los años, hayan conseguido mimetizarse entre nuestros vecinos y escaparse a nuestro ojo pipeador. Pero, amigos, en ese momento abren la boca. Y claro, aunque se piensen que su acento es inexistente o neutro, no lo es. Así, es fácil escuchar con toda claridad a los ocupantes de nuestra mesa vecina en cualquier mesón: «¡Queeeeé tiiiiiípico!». Y zás, ya los tienes, madriles. Con sus «estará por áhi», con sus laísmos, con sus verbos compuestos. Dios les bendiga.
Son fácilmente reconocibles incluso en mitad de una noche de melopea estival, sin apenas verlos, sin escucharlos, en el maravilloso caos de la barra de cualquier bar. No es que pidan nada especial, o sí; es que suelen preguntar si se puede pagar con tarjeta. Y claro, descojone general. Coitadiños.
Antes de seguir, déjenme aclarar -porque después siempre tengo que dar explicaciones a los lectores que no tienen el sentido del humor tan a flor de piel-, que yo tengo amigos madriles, primos madriles e incluso hermanos madriles. Esto no es más que un artículo de O Falar non ten cancelas. Así que, ante mi falta de objetividad, he preguntado a personas que viven durante todo el año en algunos de los pueblos que se desbordan en verano.
Todos coinciden en que los venideros ya no vienen a bolsillos llenos y se cortan mucho más a la hora de gastar, cosa razonable. De manera que es un clásico ver a muchos de ellos pidiendo vasos de agua con la comida o alucinando cuando alguno de sus provincianos amigos les invita a una ronda.
Una imagen realmente recurrente es verlos apañando conchas de cualquier arenal o, lo que es peor, intentado imitar nuestra forma de hablar. Y eso, no mola. No sólo porque lo hacen verdaderamente mal, sino porque resulta muchas veces ofensivo. Y nos damos cuenta, oigan. De ahí que tengamos que echar mano del licor café para ponerlos tibios y que acaben con el pedo de su vida en cualquier patrón. También nos chifla que vuelvan a sus casas pesando diez kilos más. Que prueben de nuestra propia medicina. (Risa maléfica).
Pero, como en todo, no debemos olvidarnos del amor. De ese amor veraniego que rompe con la endogamia de los lugares pequeños. Recobrando el mito de Pancho y Bea en Verano Azul, los cativos se entregan a la conquista de los forasteros. Y las cativas lo mismo. Y todos viven este mes en el que, como en Gran Hermano, todo se magnifica. Y llega septiembre y lloran. Y antes se escribían cartas, y ahora se rulan los guasaps y los tuentis. Y creen que todo seguirá igual cuando vuelva cada uno a su sitio, pero nada es lo mismo porque la vida es lo que te pasa en el lugar donde estás.
Que sigan viniendo siempre, aunque nos quejemos de que ocupan todas las mesas de nuestra terraza favorita y de que petan los locales a los que vamos siempre. Que si vuelven, es porque de verdad saben apreciar lo bueno. Y aquí siempre encontrarán una buena fuente de churrasco, un Alvarito bien frío, una empanada de Cedeira ya cortada, una bolla de manteca y licor café como para acabar con toda la humanidad. Como diría la sorpresa de las fiestas de Ferrol: Bienvenidos.
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