MARTA CORRAL | Canido | Viernes 1 septiembre 2017 | 16:10
«¡A ver qué triple te inventas el sábado! Que sea de esos en los que te echabas para atrás, eran los mejores», le decía el camarero del bar a Miguel Loureiro este jueves mientras pagaba los cafés cortados de los que disfrutamos durante nuestra charla, sacando a relucir la misma metáfora que el promotor de las Meninas, Eduardo Hermida, emplea para explicar por qué ha escogido al León de Canido para dar el pregón este sábado a las 12:00 horas.
«Cuando Miguel tiraba a canasta en suspensión pasaba toda la historia de Ferrol por nuestra mente durante el tiempo que tardaba en entrar el balón, nos dejaba parados. Se asemeja a lo que pasa en el barrio, que el tiempo está detenido». Loureiro, que me esperaba con puntualidad británica en el Corral de Chapón a primera hora de la tarde, se dejó muy pocos recuerdos guardados en el bolsillo. «Mira, en esta casa escuché por primera vez cómo se grababa en un magnetofón», dijo de bienvenida.
Lou es un tipo entrañable, humilde hasta la médula, ilusionado con la vida, de esos que te sueltan: «¡Buah! Qué rico está este café». Con los pies en la tierra y la cabeza en los suyos. «Sigo sintiendo el cariño de la gente en Ferrol. La verdad es que cuando estás jugando todo va tan rápido que no te da tiempo a asimilar nada, así que cuando pasan los años es cuando te das cuenta. Para nosotros, lo que hacíamos, era normal, no nos parecía extraordinario. Pero el tiempo nos ha dicho que era importante», reflexiona.
Más allá del baloncesto
Elevado a la categoría de mito por aquellos que han -hemos- tenido la suerte de haberlo visto jugar, el eterno 13 del OAR todavía conserva sus camisetas y sigue colaborando con el Ferrol C.B. en todo lo que le proponen, pero estos últimos cinco años también ha tenido tiempo para dedicarse al arte además de al baloncesto. Trabaja obras sobre espejo, «hago cristalitos», como él dice. En 2013 llegó a exponer algunas de sus creaciones, que suelen tirar hacia el retrato, sobre todo, de amigos.
«Me encanta, me hace sentir bien. Cuando le enseño a alguien lo que hago, esa cara de sorpresa me gusta mucho. Ver cómo reacciona la gente cuando le entrego su retrato», admite. Como casi todo, esta pasión también surgió gracias al equipo. «Había un jugador que se llamaba Miguel Viñas y vivía enfrente, en Fajardo. Un día, aburridos, me enseñó a hacer esto. Él estaba haciendo una calle de Barcelona y yo hice un Valle-Inclán. Me topé con el cuadro hace poco en una caja y se me rompió, así que me propuse hacer otro y así retomé la afición», relata.
No sorprende, en esa tesitura, que haya hecho su propia interpretación del cuadro de Velázquez, que asoma en uno de los escaparates del estudio de Hermida en la calle Alegre. «Conocía a Eduardo de vista, pero personalmente lo conozco desde ese día en que tomamos café y me propuso lo del pregón. Me sorprendió que me lo pidiera, pero me sentí muy bien».
Opa Canido
«Llegué al barrio a los tres años y medio. Lo cierto es que creo que hay varias naciones que quieren adjudicarse mi nacimiento: La Magdalena, Santa Marina y Canido», cuenta entre risas. «Nací en la calle Magdalena, llegando a Capitanía, donde vivían mis padres. Pero en Santa Marina estaban mis abuelos y vivimos allí también. Eso sí, yo me siento de Canido. Aquí teníamos de todo: los equipos de fútbol, el San Rosendo de baloncesto, que lo fundamos los chavales…», explica Miguel Loureiro.
Y, ¿por qué el León de Canido? «Yo tenía el pelo aleonado y decía mucho: «Vamos, león», para animar a los compañeros. Cuando vino El Brujo (José Luis Torrado, preparador físico del OAR) también empezó a decirlo él y se hicieron unas camisetas. Yo además les decía: «¿Pero vosotros de qué barrio sois? Tenéis que ser de Canido, me cago en diola«. Miko (Saldaña) decía entonces que él era de Chamberí y empezábamos todos con la coña de los barrios para crear ambiente en ese vestuario de finales de los setenta y principios de los ochenta».
«Cuando jugábamos con el OAR en casa, había veces en las que el pabellón cantaba «opa Canido». Era por mí, sí, pero para todo el equipo, como el Arroz con chícharos y todos esos gritos de guerra de coñas», comenta Loureiro, antes de sacar el inventario de memorias de una infancia feliz, entre veranos eternos en Copacabana, juegos en los troncos de la península maderera, batallas de adolescencia, fútbol con porterías de eucalipto, queimadas hechas por el cura, fruta robada al Coronel, poesías del segrel Pérez Parallé -«cuando lo conocí con 13 años me impactó muchísimo»- chapuzones en el lavadero de Insua y miradores que servían para estudiar, tomar el sol o «hacer otras cosas (risas). Yo nunca, eh, por desgracia».
«Pero de todos los rincones de Canido, me quedo con el baluarte. Y no porque esas piedras tengan sentido, sino por la palabra en sí, referida al deporte. Tú si te creas un baluarte poderoso no hay nadie que te aborde. Ese símil lo apliqué siempre. Allí había una fábrica de harinas que se llamaba Arnela y con el OAR jugábamos en Punta Arnela. Vino de aquí. Además, allí está mi parroquia, San Rosendo, donde me casé, se bautizaron mis hijas e hicieron la comunión. Y muy cerca las casas de Marina, donde crecí».
«Amor propio»
Acordándose de José Antonio Figueroa como el técnico con el que el OAR pegó el salto, pero subrayando el trabajo de todos sus entrenadores, Loureiro dice que «tengo que estarle agradecido a mucha gente». Le digo que sí, pero que nadie le regaló nada, que él tenía talento. Se ríe negando. «Tenía talento, pero en algunas fases del juego. Por ejemplo, en el aspecto físico era muy completo, tenía resistencia. En mi técnica individual predominaba el tiro porque botar, la boto en el pie. (Risas) Botar y pasar, poco».
«Estuve siempre amoldándome, adaptándome. Date cuenta que cada año me iba haciendo más pequeño. Pero sí que creo que tenía algo especial. Lo llamábamos amor propio. Yo me decía que mi puesto no me lo iba a quitar nadie, pero en plan bien, luchando para jugar más minutos que los demás, aunque siempre desde el aspecto humilde, sin decírselo a nadie», apostilla.
«En defensa creo que conseguí ser un muy buen jugador, mi cuerpo y mi mente estaban adaptados. Pero realmente el aspecto psicológico era mi fortaleza. Eso tenía un efecto tirón con mis compañeros. Una de las bases de mi juego era la fuerza psicológica. A mí me daba igual que tuviera tres metros, que dos, que uno», ríe.
El OAR
«Éramos como una familia. En los 70 se crearon las bases de unos valores fundamentales, sin ellos hubiese sido todo imposible. Los jugadores querían echar raíces aquí. Eso hoy en día es impensable en el deporte profesional. Fue ‘la época’. Servimos de nexo para la sociedad de Ferrol. Si realmente creyésemos en clases sociales, se podría decir que venía gente al pabellón de cualquier clase. Venía Pachara, joder. (Risas) Y a la vez venía el gobernador de no se qué, el capitán de no se cuánto… Cualquiera tenía acceso y no se descartaba a nadie. Era algo que enorgullecía a la ciudad y la engrandaba. Llevamos su nombre por España y Europa. La singularidad de Ferrol era el OAR».
Recuerda Miguel Loureiro que «nosotros tampoco éramos unos tíos estirados. Fíjate que la única vez que me compré un coche bueno, de marca, lo pensé mucho, porque era un capricho y no me parecía muy correcto comprármelo en una ciudad que ya estaba muy castigada por la crisis». «El baloncesto te da un cierto saber estar. En nuestro caso tuvimos grandes maestros, los directivos y todo el cuerpo técnico, que nos daban buenos consejos. Éramos jóvenes pero muy hechos», matiza.
Loureiro asegura que no está nervioso antes del pregón, que será sobre el escenario de la calle Alegre. «Estoy deseando que llegue. A lo mejor tengo algo de ansiedad ese día, cuando repase antes, pero es porque voy a estar ansioso por salir, como lo estaba en los partidos. Pero nervios que me atenacen no, solamente me podré, a lo mejor, emocionar», avanza.
«Y esto es lo que hay», me dice mientras se levanta de la mesa. Y yo decido que no hay mejor frase para terminar una entrevista con Lou porque, verdaderamente, es un tipo que se traspasa, que es transparente y noble, que mira de frente. Un hombre que se ha construido un baluarte para meter, antes que a nadie, a su mujer, Alicia, y a sus hijas Alba y María. Y de momento lo defiende con uñas y dientes, sacando las garras si es preciso. Las mismas que, un día, de hace mucho pero no tanto, le valieron el apodo de el León de Canido.
Debate sobre el post