MARTA CORRAL | Ferrol | Miércoles 22 febrero 2023 | 16:30
Rafael Pillado ya está en Catabois. El mismo cementerio en el que Antonio Martínez Aneiros, el 11 de marzo del 72, consiguió que hasta la policía se arrodillase delante de los cuerpos de Amador y Daniel porque eran «mártires, y ante los mártires hay que postrarse». El mismo camposanto en el que apresaron a su hermano Raúl, confundiéndole con él, los agentes que vinieron de Castilla tras los asesinatos. Esos que dejaron a su cuñada Toñita y a su sobrina allí, solas, en plena noche, después de haber depositado unas coronas de flores rojas que salieron de las manos de la florista del castillo y pasearon por Ferrol hasta la tumba de los asesinados.
Este miércoles Catabois se quedó pequeño para despedir a un hombre grande que se fue antes de tiempo, pero que dejó tras de sí el poso de una vida tan intensa que cualquiera diría que duró 200 años. Podríamos destacar que estaba Paco Vázquez, exalcalde de A Coruña y exembajador español en la Santa Sede; que estaban los alcaldes de Ferrol y Narón, Ángel Mato y Marián Ferreiro, mezclados con exalcaldes como Manuel Couce Pereiro, Xaime Bello y Jorge Suárez. Que había otros ediles, de todo el espectro político, además de personalidades de ámbitos como la cultura, la educación, el periodismo, el deporte o la Iglesia.
Pero seguramente Rafael, que andaría sobrevolando este miércoles en vuelo rasante desde Covas y atravesando Mandiá como el Juan Salvador Gaviota que siempre fue, preferiría que destacásemos que en su entierro estaban cientos de personas anónimas que han tenido una vida mejor gracias a su lucha. Compañeros de talleres, bazaneros de hombros cargados y llanto contenido, rondallistas forjados en los astilleros, mujeres que compartieron alegrías y pesares, camaradas de madrugadas y amaneceres. Su familia, que no ha dejado de llorarlo en todo este año en el que se le escurrió la vida a bocanadas.
Paraguas abiertos o cerrados según la benevolencia de una lluvia que no acobardó a la multitud que caminó hasta el fondo del cementerio. Junto a la sepultura, en un respetuoso silencio, se escucharon las voces amigas, las coplas de muerte. El escritor Guillermo Ferrández habló de una vida «cargada de dignidade, solidariedade e xustiza social», la de un Pillado que había sido «un loitador incansábel» que deja una «vida de camiño, exemplo e espello no que mirarnos, marcando o camiño da liberdade».
El profesor José Torregrosa no pudo estar presente, pero mandó un poema de «alas desplegadas al viento» dedicado a «todos los rafaeles del mundo», a los que encomendó «corred la voz, que no se apague nunca». Karlotti, el poeta, leyó la hermosa elegía que le dedicó, constatando que «somos do aire libre, libres / e gustamos de soñar espertos / para que sigas vivo en cada berro de resistencia e riso que demos sen descanso». El poeta, ensayista y académico Xesús Alonso Montero tomó después la palabra para hablar de «un ser humano exemplar».
Y empezó justificando su intervención, como si hiciera falta hacerlo, consciente de ser depositario «dunha honra que non sei se volverei a ter no que me queda de vida»: «Moitos de vos aínda non nacérades cando eu xa coñecía a Rafael Pillado, cando eu xa sabía que Rafael estaba constituído pola madeira dos fortes, pola moral que teñen os que cren nas causas nobres», empezó diciendo, en un panegírico en el que nombró a Amor Deus y a Riobó junto a otros históricos, dejando constancia de que estábamos enterrando al último de una generación de imprescindibles.
Mencionó especialmente a Julio Aneiros, del que aprendieron todos ellos, diciendo que «cando alguén tivo de mestre a aquel home tan avanzado, de tanto criterio e de tanta humanidade, compréndese que os discípulos foran tan grandes». Se quejó Alonso Montero, no obstante, de que en Catabois no fuéramos «100.000 persoas», como en los entierros de Pablo Iglesias Posse o Rosa Luxemburgo, equiparando a Pillado con aquellas personalidades fundamentales en la lucha internacional por los derechos laborales y sociales, y concluyendo que «somos soldados derrotados dunha causa invencible».
El último en aferrarse al micrófono fue Raúl Pillado, el hermano de Rafael al que éste encargó que dijera unas palabras en su entierro. Una encomienda difícil, dura, que cualquiera desearía desechar, pero a ver quién era capaz de decirle que no a aquel hombre perseverante hasta el extremo. Compartió un poema dedicado también a todas las víctimas del amianto y firmó la intervención más emocionante de la mañana, con la que pocos pudieron contener unas lágrimas que llevaban tiempo agarradas en las gargantas.
«Al fin te han matado, Rafael. No pudieron con las balas, no pudieron con la cárcel, pero utilizaron el arma del amianto», lamentó Raúl, recordando en sus versos que su hermano «adquirió un compromiso con todos los de su clase» y recorrió «el barrio del Pilar para reclamar derechos y conquistar libertades», recordando aquel 10 de marzo que lo llevó a prisión durante 4 años. «Hoy, ante tu sepultura, queremos darte las gracias», concluyó, para abrazar a continuación a su cuñada, que mitigaba el dolor apoyada en sus dos hijas. Sonó después la música mientras llegaban las flores y florecían los besos y los pésames.
Y pareciera que en ese momento, como ocurrió el 9 de marzo del 72 en la histórica asamblea del dique, se iba a escuchar un grito desde lejos, pidiendo la palabra para recordar que nada de lo hecho ha sido en vano. Que las vidas como la suya son semillas en una tierra que se debe cultivar, y que en esas ahora debiéramos estar los que nos quedamos aunque las luchas sean otras, al menos en apariencia, a este y al otro lado del muro. Rafael Pillado ya está en Catabois, pero también está un poco en todos los que escuchamos su voz algún día.
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