Alexandre Fernández Lamas | Lunes 30 de diciembre de 2024 | 12:10
Sólo hay un animal que miente y somos nosotros. Nunca he visto un perro mentir, ni tampoco a un gato, quizás los chimpancés mienten pero yo no lo sé. Aquellas personas que dicen no mentir nunca se mienten a si mismas. Hasta hemos inventado la «mentira piadosa» para poder mentir con la conciencia tranquila. Pero las mayores mentiras que contamos, las que les contamos a los niños, parecen no incomodarnos en absoluto.
Los adultos nos hemos confabulado para convencerlos de que un hombre vestido de rojo entra en sus casas la noche del veinticuatro de diciembre. Organizamos desfiles, coartadas, nos disfrazamos y dejamos galletas medio mordidas junto a un vaso de leche. Existen aplicaciones para recibir mensajes personalizados e incluso una que nos dice su posición exacta en «tiempo real». Esta es la auténtica conspiración mundial. Todo para convencerlos de la veracidad de su poderosa magia.
Hace años hablando con mi sobrina sobre Papá Noel, me susurro un secreto al oído: «En verdad Papá Noel no existe, son los padres, pero no les digas que lo sé, porque si no no me traen regalos». Me gustó pensar que los niños nos mienten sobre nuestra mentira, porque lo que quieren es jugar, el gordo de barba les da igual.
Cuándo Adhara, mi hija mayor, tenía cinco años me preguntó si yo conocía a algún científico. Le respondí que sí, que David, mi compañero de piso en la universidad, era un importante científico. Adhara preguntó entonces: «¿Crees que si David se junta con Papá Noel podrán inventar algo para que yo no me muera nunca y para que tú tampoco te mueras nunca?» Todavía puedo ver sus enormes ojos temblorosos esperando mi respuesta mientras algo se rompía dentro de mí.
Tomar consciencia de la propia muerte es una consecuencia inesperada de nuestra evolución como especie. Ni los perros ni los gatos saben que van a morir, probablemente tampoco los chimpancés lo saben, quizás por eso no necesitan mentir. Pero los humanos tenemos esa maldición, que nos angustia y nos anima a apurar nuestro tiempo. Los niños se dan cuenta de muchas cosas antes de lo que desearíamos. Ella sabe que mi papá murió cuando yo era un niño y que llevo ese dolor en el corazón.
Evidentemente no podía responder que ella no iba a morir porque esa sería otra mentira, y cuándo descubriese la verdad, me lo echaría en cara. Decidí, como hacemos mucho los padres, posponer el problema: «Falta mucho, muchísimo para eso, no te tienes que preocupar todavía».
No se me ocurrió nada mejor, vaya psicólogo. Pensé en el vértigo, en la angustia de mi hija, que es mi propia angustia. Porque a mí, como a todos supongo, la idea de la muerte, la consciencia de que llegará el día en que mi yo desaparecerá, me sobrecoge, y siento un vuelco en el corazón como si un abismo se abriese bajo mis pies.
Hace ya años que su nacimiento me planteó otra angustia, una que pertenece a los padres: saber que tus hijos algún día morirán. Esa angustia supera a la de la propia muerte. Tenemos el consuelo de creer que no tendremos que vivirlo. Pero aunque sea después de que nosotros nos hayamos ido, ocurrirá.
Adhara es alegre, disfruta cada momento. Es decidida y extrovertida. Se aburre en clase y se distrae con las moscas. No para de hablar ni bajo el agua. Es curiosa y siempre está salvando lombrices y caracoles de ser aplastados. Se arranca a bailar en cualquier momento, no le hace falta música, ya la lleva ella. Cuándo se mira al espejo siempre se ve guapa. Y esa forma de ser de ella me consuela. Porque es cierto que algún día morirá, pero antes… vivirá.
Debate sobre el post