RAÚL SALGADO | @raulsalgado | Ferrol | Martes 24 septiembre 2013 | 00:21
No están posando. Lo parece, pero no es así. Imágenes que no muestran lo que estaba ocurriendo realmente en el momento de su captura. A caballo entre la fotografía narrativa y la documental, el compostelano Jesús Madriñán copa la exposición Slow motion. Hasta el 8 de noviembre, es la primera que ocupa las paredes del Centro Torrente Ballester en su nueva temporada artística.
El movimiento lento que en inglés da nombre a esta exhibición gráfica impregna escenarios, técnica y método de trabajo del creador. Tiene un objetivo claro, pero no evita, paradójicamente, que lo imprevisto salte al mismo tiempo que el disparador. Realza, no desluce. Fotografía analógica en estado puro y alumbrada en gran formato.
Porque, si se desea contentar a los académicos con un perfecto castellano, el slow motion no deja de ser la cámara lenta. El ralentí. El efecto visual con el que se alargan sensaciones para que estas sean más intensas. Lentitud premeditada que busca acelerar el cerebro del espectador.
Dos series, Good Night London y La Finca, reparten juego en las estancias del antiguo Hospital de Caridad. Desnudan miradas y gestos rozando el retrato barroco. Para lograr, lo dice el propio Madriñán, que lo reflejado «no sea algo espontáneo».
Se sube al tobogán de los contrastes y fluye entre el ambiente de las discotecas londinenses rozando el amanecer, como espejo de diferentes tendencias urbanas, y el recogimiento en los espacios familiares.
Las instantáneas recogidas en la capital británica ejemplifican su afán por atraer posturas forzadas, figuras en constante movimiento que lucen apenas unos segundos ante el retratista. Eso sí, exhaustas. Por el simple hecho de haberse detenido. Por hacer un alto en el vértigo de la noche.


Pero hay algo más. Que no se ve a primera vista. Entre las sombras, subyacen otros rostros. Otras historias, incluso. Lo que rodea a la escena principal. Los que pasaban por allí y aquellos que abren los ojos ante la luz de unos focos que no son los del techo ni se mueven con la música. El candil que destapa la oscuridad.
Unos se detienen, otros siguen quemando cartuchos bajo la bola de espejos. Rostros principales y secundarios como réplica colectiva a una sociedad que no se detiene.
De la frenética pista de baile a la calma de La Finca. Allí Madriñán explota una vertiente completamente opuesta de su inquietud, dominada por la luz y el color. En la que no renuncia a experimentar tanto con lo clásico como con lo que implica rebeldía. Con influencia cinematográfica: la de aquel Tarkovski que exprimía su Polaroid mientras concebía La infancia de Iván.
Todo tiene un motivo. El director ruso tejía historias con imágenes calmadas, tal y como pretendía con su cámara de fotos en la mano. Quería parar el tiempo. En las del premiado santiagués del 84, el hogar es tranquilo e inquieto a la vez. Y las caras evocan el pasado más entrañable.
Es así como recala en la urbe naval tras su amplia formación en Diseño, Imagen y Fotografía, completada entre Barcelona y Londres.
Slow motion es, en todo caso, una exposición colectiva, en la que también aportan su grano de arena los artistas Rubén Ramos Balsa, Javier Núñez Gasco, Rosana Ricalde y Marco Giannotti.
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