RAÚL SALGADO | @raulsalgado | Ferrol | Lunes 21 abril 2014 | 16:47
Cuando no están puestas las calles todavía en Ferrol, Chamorro ya huele a hierba fresca y rosquillas. Parece optimismo crónico y alocado decir algo así, pero la fotografía del lugar, pisar el monte de Nuestra Señora del Nordés, refleja tradición revitalizada. Un puesto de pan en el cruce hacia la Politécnica del Serantes de Torrente Ballester, al pie del restaurante Modesto, podría servir de guía para cualquier despistado.
Es Lunes de Pascua, porque en esta ciudad sabemos alargar por unas horas las vacaciones. Festivo local, la patrona. Las mejores galas romeras para cumplir con el rito cotidiano, lo cual no implica necesariamente ir a la moda. Al contrario, incluso. Prendas mal combinadas en cuanto a colores y estilos, devoción y fiesta en un mismo día.
Buscando indulgencia, el contraste de lo ancestral con lo moderno se evidencia en detalles que pueden pasar desapercibidos, pero que dicen mucho. Suena un teléfono móvil en el lateral de la pequeña ermita. El politono es Escándalo, de Raphael. Miradas esquivas entre el respetable, porque el smartphone está más o menos escondido. Que hay misa, a la antigua usanza: larga. Con silencios de minutos y algún cántico disperso.
Abundan las familias. Con miembros mayores, sí, pero también sus hijos y nietos. Una primera visita matinal, pero luego el aluvión llegará y aparecerán las primeras pandillas con la mochila en la espalda. También de diferentes franjas de edad. En aquella misma puerta secundaria del politono, un hombre bien entrado en la tercera edad luce mejor que algunos chavales. Ropa deportiva como atuendo.
Ha subido a pie, claro. Porque el acceso es peatonal salvo para personas con movilidad reducida. No hay ardid que valga. Un autobús las traslada al punto más alto del monte, al pie del crucero ante el que ya toca la banda y se agolpan tenderetes y equipos de seguridad -bomberos, Policía Local, Nacional y Protección Civil-. Otra tradición: los pocos metros cuadrados disponibles también los ocupa una unidad móvil televisiva.
Arriba hay quien desembarca con la lengua fuera. No cabe duda, descender es mucho más sencillo; las piernas marchan en solitario, prácticamente. Al subir, el camino es discreto, pocos se prestan al trayecto a primera hora. Pero al divisar el antiguo colegio London salen vecinos y visitantes, que aprovechan el lugar para aparcar.
Este último aspecto gana todavía más enteros si nos acercamos a La Torilla, templo de las bodas que ya tiene la luz encendida por entonces. Los tiempos son distintos, porque el recogimiento de muchos se mezcla con los convencionalismos de otros. A los pequeños hay que entretenerlos y gentes que no llevan nada más que lo puesto no se han olvidado, en cambio, de la funda hortera del iPad.
Hombres y mujeres charlando casi a gritos al pie del templo con calzado cómodo, mientras el Señor, me has mirado a los ojos gana decibelios. Termina el oficio religioso y la marea abandona la nave. Colas mal formadas, manos que tocan al vecino de fila como si la confianza se hubiese ganado hace años. Agarrarse a algo o alguien para que no te arrastren.
Velas y exvotos de tamaños e importes para todos los públicos, la inevitable cinta de rosquillas por 5 euros. Las fotos de la ría, cómo no. En el camino serpenteado desde la carretera a Covas, las cruces que marcan el rumbo asisten impasibles a la parada dulce de panes con chorizo y empanadas del país que pretenden seducir al espectador. Subir a pie frente a la tentación que ama al colesterol en horas de novena y procesión.
Los valientes de cuando las calles no están puestas hablan del tiempo, como en el ascensor. El año pasado llovía mucho; esta vez, apenas unas gotas. Eso no basta para asustar. De hecho, ya ni caen cuando vemos a la virgen por el trayecto principal o por los atajos de toxos. De la calma al bullicio, del rezo a unas señoras que dicen que un hombre las miraba muy cerca del cura. Elisa vende cupones y, está claro, siempre escampa.
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