MARTA CORRAL | Canido | Martes 8 septiembre 2020 |11:47
A Eduardo Hermida siempre lo busco el lunes después de Meninas. Ni antes ni durante. Voy a su encuentro el día en el que todo se calma, con las últimas pinceladas, mientras Paula y su equipo desmontan las plataformas que ayudaron a los artistas a trepar a brochazos por las fachadas de Canido. Cuando el alboroto cesa y se pueden oír de nuevo los ladridos de los perros que habitan en los oasis secretos del barrio.
Veo las primeras cámaras en soledad mirando aquí y allá. Clic. A los vecinos comentando. Mucho me gusta esta. Es preciosa esta otra. Yo quiero tener una en mi casa, ¿sabes cómo tengo que hacer? Habla con Hermida. En las redes sociales se multiplican las fotografías, como cromos. Sipi, nopi. ¿Esta dónde está? Tenemos que dar un paseo con calma y buscarlas todas.
Entretanto, las más agradecen al artista el regalo anual: una treintena de obras que han florecido sin más adorno que el de las propias pinturas por culpa de este virus caprichoso. Otros aprietan los dientes porque a Hermida ni agua. Y es cierto que a Eduardo, incluso los que lo queremos, lo habríamos asesinado en más de una ocasión. Demasiado ego, demasiados post en Facebook, demasiada pasión por lo suyo, que cantaría El Kanka.
Pero después te lo cruzas cualquier día, y te sonríe debajo de la gorra, encorvado, las manos llenas de pintura. Y viene a contarte la enésima de sus ideas con esa misma pasión y no te queda otra sino amarlo tal y como es. Con sus filias y sus fobias. Y ahí estaba este lunes, viendo cómo acaban la intervención en la fachada de su casa, cuando me lo tropecé, al fin, para que me contara cómo había ido todo.
Mira o que fixo o neto de Coveta
«Siento tristeza porque se acaba, se van los artistas. Estoy preocupado por cerrar los últimos flecos de la organización. No voy a negar que siento paz, por otro lado. Cuando paseo por el barrio ahora veo lo diferente que está a cómo era, pero también cómo se ha detenido el tiempo. De pronto vuelvo a ser el niño gordito de gafas con el que nadie quería jugar».
Hermida se cubre con el velo de la nostalgia por un momento para seguir: «El niño al que su abuelo le traía tizas en su Derbi para pintar. El mejor regalo. Y mírame ahora: calvo, delgado, cargando de hombros». Cita a Rilke, «la verdadera patria del hombre es la infancia», y sabe que estoy de acuerdo. Qué diría Antonio, Coveta para el vecindario, de saber que su nieto ha sido capaz de montar este tinglado.
Ahora Eduardo vive en la casa en la que él vivió —una de las primeras del barrio en tener televisión, donde las puertas estaban siempre abiertas y los vecinos llamaban Coveta esto, Coveta lo otro para solicitarle ayuda en sus destrezas de albañil—, ve el mismo trocito de mar que apunta a las agujas de la Bailadora, deja la moto aparcada en el sitio exacto donde tantas veces había visto la Derbi. Recuerda que le enseñó a llevarla montado en el depósito.
Con el Cinexin empezó todo
Me cuenta, abierta ya por completo la caja de hojalata en la que guardamos las pequeñas cosas que importan, que Coveta le había regalado un Cinexin. «Yo proyectaba películas para mis amigos. A veces les pegaba un trozo de celo y cosas así, las intervenía sin saber qué era eso, y ellos flipaban al verlas. Proyectaba hacia la calle y hacíamos cine al aire libre». No puedo evitar el pensamiento que se me cruza entre las cejas, fugaz, escuchándolo, sonrisa amplia, hablando del proyector infantil.
Me temo que, aunque Eduardo todavía no lo sepa, ha estado sacando el Cinexin por su ventana estos últimos doce años, cada primer fin de semana de septiembre. Y ha estado proyectando, a través de pinceles extraños y propios, cientos de obras de arte en las paredes desconchadas. Y Coveta estará viéndolo desde una atalaya aun más alta que Canido. Quién me lo iba a decir a mí. Orgulloso.
Nos sentamos un rato interrumpiendo el paseo. Saca de su bolsillo un termómetro de estos sin contacto. La pistola pandémica. Hemos normalizado apuntar con ellas a la frente en pose de ejecución. Al otro lado alguien traga saliva para que el cacharro dé menos de 37. «Les medía la temperatura a los artistas tres veces al día, todo el rato mascarillas, pero ¿te puedes creer que lo he vivido como algo natural? Me he olvidado del coronavirus. Menos mal que le eché huevos y no cancelé el evento resignándome a estar tras una pantalla de ordenador», admite.
Observa el ecosistema que sigue floreciendo más de una década después gracias a él. Las obras de otros forman parte de la suya propia. Los grandes murales, las meninas que tienen que decir adiós para dar paso a las casas restauradas en la metamorfosis inevitable, al modo de las crisálidas. El discurso de la acción reivindicativa y la regeneración del barrio se me antoja ya obsoleto. A él también aunque tenga que repetirlo para explicar todo esto a los de más allá del puente de las Pías.
Por suerte, como dice, «a pesar de todo he sido capaz de mantener esto sin que se haya convertido en el Pantín Classic u otros eventos masificados». A punto estuvo, le recuerdo, de convertirlo en una cita más del calendario de instagramers y postureos varios: «Esto no es el Soho, es una aldea de galos», interrumpe. Deseo que se le quede grabada esta sentencia. Gracias a ello, entre otras cosas, los artistas de fuera prefieren venir aquí antes que ir a otros eventos en ciudades más grandes.
Los Menínez
Las Meninas se han convertido en una especie de residencia artística intensiva. «En pocos días nos convertimos en familia, los Menínez», bromea. Lo llama Lané Leal al móvil, que lo espera en el estudio. Comprarán algo de comida y cocinará Eduardo para todos en su casa. Al final lo de los Menínez pasa del chascarillo a la constatación. Va avisando a los artistas que todavía trabajan en sus murales: «Comemos en un rato». Pienso que le falta llamarlos por la ventana a gritos para completar el atrezzo de madre canidiense. Me viene la imagen a la mente. Me río.
Recordamos un año más que hay que pelear por la señalización de las meninas. Que cada vez son más los turistas perdidos. Que hay que poner empeño en eso para que los visitantes puedan sorberle todo el jugo a este museo al aire libre. Lo acompaño un poco y le pregunto lo de siempre. Que si las Meninas saltarán o no a A Magdalena. Saltarán o no a Esteiro. Saltarán o no a Caranza, al Ensanche. Me dice que «no puede ser que solo los de Canido tengamos el privilegio de inyectarnos el arte en vena a diario».
Explica su idea de establecer cinco puntos artísticos en la ciudad durante la celebración. Organizar proyecciones, conciertos, conferencias. Darle más voz a los urbanistas. Me suena muy bien, pero noto que lo ve como algo lejano. Quizás no se fíe Hermida de que la potencia del Cinexin llegue más allá de la avenida del Rey, de la calle del Sol, de Breogán. Casi me iba cuando deslizó que no tiene ganas de organizar la siguiente edición. Suspiro aliviada. Esa frase quejosa es la que me asegura, año tras año, que las meninas seguirán naciendo, al menos, un fin de semana de septiembre más.
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