MARTA CORRAL | O falar non ten cancelas | Lunes 17 noviembre 2017 | 22:05
¿Cómo reaccionarías si te dijesen que tu mejor amigo es un maltratador? ¿Qué pensarías si tu cuñada denuncia a tu hermano por violencia machista? ¿Creerías a la mujer de tu compañero de trabajo si admite que ha estado viviendo un infierno a su lado?
Lo más probable es que en el primero de los casos te pesen más los 35 años de amistad y continúes como si nada, aunque hayas visto cosas raras. En el segundo, casi seguro que la tachas de loca y sinvergüenza, a no ser que algún día no se hubiese tapado bien los moratones durante una comida familiar. En el tercer supuesto tampoco le darías credibilidad: «Él es brillante y parecía que se querían, estará despechada».
Detrás del «saludaba siempre» de los testimonios que los vecinos de un asesino dejan para la posteridad en las televisiones se esconden dos cosas. La primera de ellas tiene que ver con la facilidad que posee nuestra mente para evadir los problemas que no nos afectan directamente. Tenemos una especie de mecanismo mental que nos hace mirar a otro lado y, todavía hoy en día, pensar que los trapos sucios se lavan en casa, que no nos incumben.
La segunda aflora cuando la distancia que nos separa del agresor se acorta. Si somos más cercanos a él que a ella nos convenceremos de que lo está acusando en falso. Aunque nos chirríe algo -un cruce de miradas, un «me voy que se va a enfadar»-, porque es mucho más fácil seguir como si nada que aceptar que alguien a quien quieres es un maltratador. Sí, de esos que salen en los telediarios, que parecen lejanos. Que, a veces, asesinan.
Incluso al entorno de la víctima, aunque la crea firmemente y no cuestione ni una sola de sus palabras, le cuesta despreciar a su maltratador. Solamente unos pocos son capaces de girarle la cara y retirarle el saludo haciéndole ver a él y a su círculo que saben quién es realmente. Que saben que detrás de su disfraz de hombre normal hay una persona tremendamente acomplejada e insegura que paga sus propias miserias anulando a su pareja. Aislándola. Haciéndole creer que es muy, muy pequeña.
Lo paradójico de todo esto es que al contrario de lo que sucede cuando hay un accidente trágico o un atentado, cuyo nivel de impacto sobre nosotros se mide en función de criterios goegráficos y culturales -nos duele más París que Alepo, por poner solamente un ejemplo-, en estos casos la reacción se muestra invertida. Le damos más valor y credibilidad a lo que sale en los medios, en la otra punta del país, que a lo que vemos a un palmo de nuestra nariz.
Sí, somos capaces de pornernos un ‘Yo te creo’ en nuestras fotos de perfil de Facebook en apoyo a la muchacha violada -todavía supuestamente- por cinco maromos en San Fermín, pero sin embargo no somos capaces de creer a la pareja de nuestro amigo cuando denuncia. A esa que tenemos al lado y a la que hemos mirado a los ojos un montón de veces. «Querrá sacarle pasta». «¡Pero si tuvieron una boda preciosa, tía!». «¿Has visto que lo ha puesto en Facebook? Esta está como una cabra, quedó tocada».
Ignoramos de lleno el proceso que vive una mujer que ha sufrido maltrato y ha conseguido romper el círculo. Nos creemos que para las mujeres es fácil reconocer públicamente que han sido víctimas de malos tratos. Que es algo guay. Que está de moda, por lo del 25 de noviembre y tal. Que, claro, como les decimos que denuncien, si lo hacen y las conocemos, es que, «chica, yo para mí que se lo está inventando». Tú denuncia que después ya decido yo si te creo.
¿Sabéis que siente una mujer cuando se reconoce maltratada? Cuando empieza a mirarse al espejo con otros ojos, a calibrar que todas esas cosas que ha normalizado durante años no son normales. Pues, lo primero que siente es vergüenza. Vergüenza de no haberlo visto antes y salir por patas. De no haber sido valiente. De creerse que él iba a cambiar. Que podría ser feliz así porque siempre podría leer y escuchar música. Y viajar.
«Tú, mujer, con ese carácter que tienes… Con lo independiente que fuiste siempre». Pues sí. Y ella. Y la otra también, aunque no tenga tanto carácter. Si no hay un perfil de maltratador tampoco lo hay de víctima. Que todas las mujeres estamos expuestas. Que por eso necesitamos querernos y luchar juntas para acorralar al machismo. Y por eso es tan necesario creer a las víctimas, porque no creerlas es someterlas a un nuevo maltrato, pero esta vez socializado.
Y es importante que el maltratador se sienta observado. Que no vaya por la calle con la cabeza alta. Que note el rechazo social. Que cuando diga «hola» y nadie le conteste compruebe que ya no tiene el poder. Porque si seguimos mirando a otro lado, saludando, devolviéndole la sonrisa aunque sea con estupefacción, contestando a sus «¿qué tal?», estaremos legitimando su comportamiento. Y, de paso, contribuyendo a su más simple defensa: «Dice eso porque está loca».
Deslegitimando a los agresores machistas estaremos evitando la estigmatización de las víctimas. Les estaremos arrancando la letra escarlata de su pechera. Porque todos los días nos cruzamos con alguna por la calle. Puede que las conozcamos desde hace años, que sean de esas cercanas, sí. Con las que te has tomado las copas mil veces. Esa que vive en el portal de enfrente. Esa otra que trabaja en la mesa de al lado.
Esas mujeres han pasado por un infierno. Han conseguido salir o están saliendo. Han seguido los consejos que le da la sociedad. Están recorriendo el camino marcado y empoderándose de nuevo para ir armadas a disfrutar de su libertad. Y, a veces, en el medio del trayecto, se topan con gente que saben que no quieren creerlas. Que piensan que se lo están inventando. Pero no lo piensan realmente por ella, sino por ellos. Porque los mediocres siempre han sido unos cobardes. Porque son ellos los que tienen miedo. Miedo a abrir los ojos y complicarse la vida. A ser libres, como lo son ellas ahora.
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