COSAS DE NOELIA | Ferrol | Miércoles 18 febrero 2015 | 21:05
«¿No vas a hablar del Carnaval?» me sugirió hoy una amiga que lee los títulos de estos textos pero no el contenido porque considera que son demasiado largos y tiene «más cosas que hacer en esta vida, tía».
Los amigos, esos seres que te dicen con total naturalidad y sin ánimo de ofensa todo aquello que no quieres oír.
Así que… Aquí estoy, dispuesta a hablar del Carnaval.
Lo odio.
Odio el Carnaval. Eso es así. La causa es la envidia que me arde en las entrañas cuando veo a alguien totalmente metido en el papel que ha elegido desempeñar, disfrutando oculto en el anonimato que le proporciona su máscara, poniendo esa voz de pito mientras dice «Uolaaaa» y pronuncia tu nombre para demostrar que no eres una víctima aleatoria, al tiempo que te da tres toquecitos en el hombro para que te gires, culminando con un «¿qué taaaaal?».
Hay personas que responden a este ataque moviendo sus torsos de izquierda a derecha para intentar ver un trozo de la piel del disfrazado y adivinar su identidad, dando vueltas a su alrededor, mientras la risa les invade. No lo entiendo. En mi caso, la única alternativa posible es la huida.
Ni me gusta las personas disfrazadas ni me gusta disfrazarme porque no tengo su gracia. No la tengo. Es algo que he asumido y no por ello superado. La última vez que me disfracé fue con un buzo. Podría haber dicho «de buzo», no decir nada más y provocar una imagen preciosa con escafandra incluida. Pero no: voy a seguir el camino de la vergüenza. Aquí he venido a hablar de mí. Sin filtros ni florituras. Sí, un buzo de Bazán y la cabeza envuelta en vendas porque iba de trabajador accidentado. Ahí, currándomelo.
Mi disfraz de buzo fue de los primeros, por no decir el primero. Espero no haber sido la precursora de tan horrorosa moda. Era un disfraz de verdad, no como ahora que es la excusa para lanzarse huevos y harina con la vestimenta más adecuada al efecto. Si hay algo que odio más que la vergüenza por envida que me producen las personas disfrazadas en Carnaval, son los niños disfrazados de buzo y sus guerras de huevos y harina. ¿Nadie les enseña valores a estos niños? ¿Nadie? ¿En serio? Es altamente grosero desperdiciar así los huevos. Casi peor que echarle cebolla a la tortilla de patata.
¿Y cómo ha querido la tradición rebajarme el nivel de odio y contentarme en estas fechas? Con los cocidos. ¡Los cocidos! Llevo siete en este mes. Y los que me quedan. Sólo de pensar en un cocido los ojos se me llenan de lágrimas de felicidad y la boca de saliva, saliva de felicidad. De felicidad animal. Sopa de cocido, grelos, garbanzos, patatas, jarrete, pollo, costilla, tocino, lacón, oreja, morro, chorizo. «¿Qué quieres?» te pregunta quien sirve. «De todo» respondes sin poder levantar la mirada de tal gloriosa fuente. «¿Chorizo también?», esta pregunta me llama la atención y siempre está presente. ¿Por qué se pregunta si se quiere chorizo? ¡Quién no va a querer chorizo! ¿Por qué tiene un color diferente y destaca al ojo humano? Normalmente a la pregunta de «¿Chorizo también?» prosigue la exaltación por excelencia: «Es de Lugo ¿eh?».
El estómago es el que mejor se disfraza en Carnavales, y por todo lo alto: de agujero negro. Has probado todos y cada uno de los ingredientes del cocido e incluso repetido de algunos, pero ahí está el postre desplegándose ante ti como una cripta llena de relucientes objetos de oro que se abre al final del camino del explorador como recompensa por haber superado todo tipo de pruebas y acertijos. Torrijas, orejas y freixós. Y la botella de anís contemplando desde lo alto su inconmensurable obra de arte.
En Carnavales el tráfico de recetas se multiplica. Miles de personas intercambiándose recetas de orellas de Entroido y freixós. Unos le echan huevos, manteca, harina de trigo, anís… Y otros, manteca, huevos, anís y harina de trigo. Que sí, que llevan lo mismo. Pero saben diferente. Muy diferente. Es como la tortilla de patata. Mismos ingredientes, distintas manos.
El otro día, sin ir más lejos, un hombre de unos 75 años estaba sentado en la mesa de al lado en un cafetería. Comentaba que le había dado a su sobrina de Madrid sus recetas de torrijas, orejas y freixós -el hat-trick, vamos- por Facebook. «¿Lo qué?» preguntó su amigo. «Por Facebook», reiteró el hombre. «Tengo Facebook y correo electrónico» sentenció ufano. Qué maravilla de fusión y qué pena haber tenido que irme sin poder prestar atención al resto de la conversación.
Otro de los encantos del Carnaval es disfrazar a los cerdos en los ultramarinos y supermercados, emulando al personaje de Este muerto está muy vivo, y a los bebés, de animales de peluche. Estos sí que son adorables y no me producen envidia porque a los pobrecitos se les despoja de toda dignidad para enternecer a todos aquellos que tienen la suerte de cruzarse con ellos. Que hay personas que no pueden contener el nivel de cuquismo y arrancan el bebé de los brazos de sus padres para abrazarlo, aunque no los conozcan. ¡Que lo he visto! Bueno, que he sido yo. Una vez… Dos. Tres si contamos aquella vez que no era un bebé sino un perro.
Cada año y siempre que tengo ocasión, explico por qué varían los días en los que se celebra el Carnaval. Para una historia que me sé, pues me luzco. Así que no voy a desperdiciar esta oportunidad. Empieza así: «Todo depende del Domingo de Pascua». Esto hay que decirlo con una voz que enganche a aquel que no le ha quedado más remedio que atenderte mientras los demás se han escaqueado. ¿Y cuál es el Domingo de Pascua o también llamado de Resurrección? Pues es el primer domingo de la primavera en el que hay luna llena. Una vez hallado esto, sabemos que el domingo anterior es Domingo de Ramos, y entre el Domingo de Ramos y el Miércoles de Ceniza son los 40 días de Cuaresma. ¡Tachán! Por lo tanto el Miércoles de Ceniza indica el final del Carnaval y el comienzo de la Cuaresma.
Ay, el Carnaval. Época de desinhibición, descontrol y, según dicen, de permisividad; aunque yo recuerdo con mucho cariño, hace ya muchos años, aquel tremendo bofetón a mano abierta que le pegó un amigo de mis padres al marinero que, aprovechando la enorme cantidad de gente que había por aquel entonces en las calles de Ferrol en estas fechas, se le ocurrió plantarle un beso en la mejilla a su señora esposa.
Algo de cierto habrá y algo de eso hará falta, que por algo Doña Celia nos recomendaba aquello de ¡Que la vida es un Carnaval y las penas se van cantando!
Y en Ferrol, en una muestra de infinita paganía, ya comenzada la Cuaresma, aún nos queda el Entierro de la Sardina el próximo viernes en Ultramar, que a falta de festivos carnavalescos en esta ciudad, es algo a agradecer. Que yo no voy, que yo odio el Carnaval, que si voy es por si ponen unas tapitas de cocido… Eso sí, sin disfrazar. Pero tú ponte la máscara, la máscara, porque todos llevan su disfraz, porque todo el año es Carnaval, porque todo es fantástico y te servirá de talismán.
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