ALEXANDRE LAMAS (Psicólogo) | «Esa cabeciña…» | Lunes 8 diciembre 2014 | 18:18
Tras el artículo anterior, donde explicaba brevemente las bases de la ansiedad, varias personas me han pedido que profundice en el tema y que, si era posible, explicase cómo enfrentarnos a este problema. Explicar, aunque sea de manera muy resumida, cómo podemos vencer la ansiedad, me ha parecido algo tan difícil, tan, tan difícil, que he decidido intentarlo. A ver cómo me va. Para este fin, para intentar explicar cómo podemos vencer esos pensamientos ansiosos que nos impiden dormir, os voy a contar la historia de Alberto. Esta historia es real:
Alberto tiene 19 años. Es el año 1932 y estamos en Nueva York. Es la época de la Gran Depresión. Aunque siempre ha sido un niño enfermizo, Alberto trabaja para ayudar en casa y, además, cuida de sus hermanos pequeños. Es uno de esos chicos responsables que surgen en las situaciones adversas. Tanto es así que, con lo que ha logrado ahorrar trabajando, se ha comprado un reloj para poder despertar a sus hermanos a tiempo para el ir al colegio. Él tiene que vestirles y darles el desayuno. El padre de Alberto es un hombre de negocios sin negocios que se pasa el día fuera de casa, su madre sufre de algún tipo de trastorno y es incapaz de atender a sus hijos.
A pesar de eso, o quizás porque está acostumbrado a eso, sus preocupaciones, sus grandes preocupaciones, son otras mucho más propias de su edad. A Alberto le preocupan las chicas. Le preocupan enormemente porque es incapaz de hablar con ellas. La idea le llena de miedo. Teme que se burlen de él, teme ser humillado. Alberto piensa que no se echará nunca novia. Esa perspectiva le aterra.
Tanto le aterra la idea y está tan acostumbrado a enfrentar dificultades, que decide dejar atrás las quejas y se pone a buscar una solución a su problema. La solución que se le ocurre es muy sencilla y a la vez muy complicada: para vencer el miedo a hablar con las chicas, tendrá que hablar con chicas. Para ello idea un plan: irá todos los días a su parque favorito, el jardín botánico del Bronx, y allí intentará conseguir una cita con las cien primeras chicas que se encuentre, sin hacer distinciones, sin excusas, las cien primeras. Es una forma de obligarse a sí mismo, porque sabe que si no se lo propone como un mandato, no lo hará. Y lo hizo.
Al principio tembloroso y al borde del infarto, poco a poco más tranquilo, finalmente se dio cuenta de que disfrutaba hablando con las chicas. La tarea le llevó cerca de un mes. De esas cien chicas, y repito que fueron cien, sólo consiguió quedar con una que además no apareció a la cita. Pero Alberto estaba contento igualmente porque había conseguido su objetivo, su miedo a las chicas había desaparecido.
Aunque lo habían rechazado, las experiencias con la realidad habían sido mucho menos graves de lo que él se temía cuando se imaginaba, en la soledad de su habitación, intentando ligar con chicas. Ahora cuando se imaginaba hablando con una chica, se imaginaba algo más real: la chica era bastante cortés aunque no quisiese nada con él. Hay que aclarar que Alberto era muy educado con ellas previamente.
De esa manera, cambiando su forma de actuar, había logrado cambiar su forma de pensar sobre esa situación, y cambiando su forma de pensar, el miedo que le provocaban las mujeres había desaparecido. Fue la primera vez que Alberto tomó conciencia de que cambiando nuestra forma de pensar podemos cambiar nuestra forma de sentir. Esta idea será muy importante en su futuro, y en el futuro de millones de personas.
Después Alberto se va a la Universidad y estudia su gran pasión: la psicología. Le encanta también la filosofía y devora libros de Bertrand Russell, Kant, Spinoza, etc. Está en un proceso muy importante, está buscando respuestas. Finalmente se hace psicoanalista, pero ese tipo de terapia le frustra, sus pacientes apenas mejoran. Así que un día decide cambiar la terapia y en vez de quedarse simplemente escuchando comienza a hablar, comienza a razonar con los pacientes sobre sus problemas, a debatir, a proponer. Ya no le interesa tanto el origen de los problemas como sus soluciones.
Aquellos que acudían a su terapia empiezan a progresar de manera sorprendente. Alberto, y los que saben de psicología ya saben que Alberto es en realidad Albert Ellis, uno de los psicólogos más importantes del siglo XX, se da cuenta de que la mayoría de las personas no tienen grandes problemas si no que viven sus problemas de forma exagerada.
El Dr. Ellis, que a esas alturas ya es doctor (porque tiene un doctorado en psicología, no porque sea médico), comprende que su problema con las chicas estaba en una creencia propia. Él pensaba que si una chica lo rechazaba, que si le decía algo desagradable, eso sería «terrible», vivía la posibilidad de pasar vergüenza como algo intolerable. Cuando realmente la vergüenza es algo que se pasa y la vida continúa. Se da cuenta de que como le pasaba a él con las chicas, sus pacientes tienen creencias sobre diversos problemas que no se corresponden con la realidad, y que son esas ideas y no los hechos en sí los que le provocan malestar.
A estas creencias Ellis las denomina creencias irracionales, las llama así por que considera que carecen completamente de evidencias pero aún así son creídas a pies juntillas. Él mismo había cambiado su forma de pensar sobre hablar con chicas por otra más realista y el problema se había esfumado. Es cierto que en él, ese cambio se había producido tirándose a la piscina. «Pero quizás -se plantea- no sea necesario ser tan radical, quizás se pueda hacer de otra manera».
Entonces recuerda la frase de filósofo latino Epícteto, que decía algo así como: «El hombre no sufre por lo que le ocurre, si no por lo que piensa sobre lo que le ocurre», y la convierte en la base de la terapia que esta desarrollando. Esta idea explica por que hay chicos que hablan con chicas sin ningún problema, simplemente pueden hacerlo porque piensan que aunque una chica los rechace o se burle de ellos, eso no es grave, puede que sea molesto, pero no es «terrible», saben darle a las cosas la importancia justa.
Cómo me comentaba un padre hace poco, su hijo se pasaba las noches llorando pensando que la nota no le iba a dar para estudiar periodismo. Ese chaval de 17 años sufría porque creía que «si no estudiaba periodismo, entonces su vida sería horrible», quizás no lo pensase exactamente con estas palabras, pero lo que sentía era el resultado de pensar así. Cuando su padre intentaba razonar con él diciéndole que aunque no estudiase periodismo podría hacer muchas cosas en su vida y llevar una vida plenamente satisfactoria, él chico se echaba a llorar y gritaba: «Pero yo quiero ser periodista». Cuando lo que realmente quería decir es: «Yo tengo que ser periodista y si no lo hago, entonces no quiero hacer nada, porque todo lo demás me parece un fracaso». ¿Por qué digo que en realidad pensaba así? Porque si simplemente fuese una preferencia no habría motivo para llorar, pero si se ha convertido en una necesidad, en una obligación autoimpuesta, entonces sí. Es el mismo problema del niño que llora por que le han dado un helado de vainilla y él lo quería de chocolate, no es capaz de apreciar el de vainilla por que no puede dejar de pensar en el de chocolate.
Cuando alguien piensa así, y cree que realmente solo puede estar satisfecho con su vida si hace exactamente lo que cree que debería hacer; si solo puede ser feliz si el mundo es siempre absolutamente justo y considerado, sin que haya problemas de ningún tipo; si solo puede estar contento si nunca comete un error, esa persona esta condenada a una vida de infelicidad y frustraciones.
Mucha gente, no acaba de creerse la idea de que se pueda cambiar y dejar de sufrir cambiando su forma de pensar. Consideran que su forma de sentir es tan propia de ellos como lo es su color de ojos, pero esta es una conclusión errónea. Imaginemos que en vez de haberte criado tu familia, y de haber vivido en una sociedad como esta, te hubiesen criado, como a Mowgli (el protagonista de El libro de la selva), una manada de lobos. ¿Realmente crees que en ese caso sufrirías tanto por esos quilos de más?, ¿te pasarías la noche sin dormir por una entrevista de trabajo? No, probablemente eso no te importaría mucho. Probablemente te importaría más comer, beber y que los leones no te devorasen, es decir, preocupaciones realmente serias. Esta lógica nos muestra que nuestro sufrimiento esta marcado por cosas que hemos aprendido a lo largo de nuestra vida, hemos aprendido una forma de sentir porque hemos aprendido una forma de pensar. Y si hemos aprendido a hacerlas cosas de una manera, se pueden aprender a hacer de otra.
Los interrogantes que se le plantean entonces al doctor Ellis, y que son los mismos que nos plantean a todos los terapeutas la gente que acude a nuestras consultas, son los siguientes: ¿Cuáles son esas creencias irracionales?, ¿cómo podemos detectarlas?, y sobre todo, ¿cómo podemos cambiarlas?
Indagaremos un poco en las respuestas a esas preguntas en la segunda parte de este artículo, si os apetece leerlo.
Un saludo.
*Alexandre Lamas es psicólogo y ejerce profesionalmente en Ferrol, para más información podéis visitar su página web pinchando aquí.
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