RAÚL SALGADO | @raulsalgado | Ferrol | Martes 11 febrero 2014 | 16:34
En el Rompeolas. Allí te vi bailar por primera vez. Con eso digo bastante. Ah, cómo hemos cambiado. En esta vida eres de Jabois o de Gistau, de Dolores o Angustias, de A Magdalena o un fuera de puertas. Por supuesto, del Balance o del Manchita. Bueno, o de ambos, qué demonios.
Bares, qué lugares. Feos, fuertes y formales o, en cambio, bellos a la par que endebles cuando se les ven las costuras como a cualquier hijo de vecino. Hay para demasiados gustos en la viña del Señor.
Porque, claro, todo tiene un origen bíblico. Allí donde nació el Rompeolas, en la cuna de la calle María, existió un Bristol que solo algunos recuerdan ya. Yo del Rompeolas guardo mucho. Grandes escalones y viento siberiano propio de la próxima plaza de España cada vez que la puerta se abría. No tendríamos Instagram ni Google, pero el tesoro está en nuestra mente.
Agachándonos para llegar a la pista, amplia y oscura a la vez. Disfrutábamos con la música de los 80. Con Hombres G, Duncan Dhu y La Unión, hasta que nos sumían en el delirio Danza Invisible y Nacha Pop. Eras la chica de ayer que mojaba sus labios de fresa en el sabor de amor. Kilómetro cero de la belleza en la gran transición vital.
No habrá otra cosa que guste más en esta ciudad que soñar con lo que no fuimos, evocar lo que pudimos ser, reencarnarnos en lo que otros fueron. La edad de oro del ferrolanismo, la efervescencia de la democracia que unos ni escuchamos desde el cochecito y que otros arrasaron con gomina, camisas amplias y ropa vaquera primitiva.
Textil de marca, calzado para días de ligue y prendas de abrigo en las que cabía la dama de tu vida y su mejor amiga/tu nueva mejor amiga. Años de excesos, década prodigiosa retratada en la emergencia de la Polaroid. La escuela de calor de cada verano, el sitio de nuestro recreo. No nos gustaba el destello comercial de Alejandro Sanz y buscábamos a aquellas niñas monas que fingían maldad repitiendo cada trozo de So payaso.
Las tribus urbanas siempre encontraron su hueco en este Ferrol de clases, siempre supieron mezclarse el tiempo justo y necesario y guardar las formas por separado la mayor parte del año. Atreverse a traspasar la delgada línea más ferrolanamente ferrolana.
Cuando ya nos gustábamos lo suficiente, el Rompeolas había desplazado el reloj a horas tirando a altas. Mucho antes de la actual tendencia obsesiva por parapetar toda terraza que se precie, el frío de la madrugada no bastaba para amedrentar.
Si el tapeo de O Faro o A Marola no llegaba, los vasos del Quicos calentaban el ambiente. Cenas en calle cortada por las fiestas de verano. Una de calamares en O Pincho, pásame la tortilla y, cómo no, raxo. Bien pensado, en la adolescencia veníamos con el buche ya lleno de casa. Socializar en torno a la mesa era cosa de mayores. La misión consistía en demostrar vigor en el Alborada.
Deporte de riesgo resacosos por los efluvios de los chicharrones de atrezo de José Luis -María versus Méndez Núñez-, suelo que se pegaba a los pies emitiendo onomatopeyas por tanto resto de alcohol en la extinta Posada -llámale Zoo-.
El dúo Pinsapo + Maltés se convertía cada fin de semana en la aldea gala frente a furor íntimamente imparable, el sonido del vinilo en años de colchón ante la inminente llegada del reggaeton.
A ver, que entrar en la Cantina Lupita era para nivel avanzado. No estábamos preparados todavía para asentar barriga al calor de una taza de café en el Sevilla o el Cafeto, acaso para una reunión imprevista en Casa Rivera.
Todo viene, todo vuelve: quizás las hamburgueserías domésticas retornen en la era del bajo coste y revivan Pepe y Sailors. Puede que volvamos a la mili y los marineros buscando amor bajo las mesas del Alhambra, a jugar la partida en el cerrado Cervantes o a comprar pasteles en El Negrito -soy mayor, luego tengo que escucharos-.
Hubo primeros de enero en los que el Avenida podría haber cobrado el asiento para el chocolate con churros a precio de oro. Y ahí lo tienes, adaptado sin estridencias a la nueva entrada al centro.
Si nos hubiese parido la plaza de España, no reconoceríamos a nuestra mismísima madre. Lo que a cualquiera le podría acontecer en un West abarrotado a la hora que gustases. Sobra decir que en el Super 8 se gestaron otras victorias muy diferentes.
Éramos inocentes, no queríamos más que un helado de Ramos a media tarde. A toda costa. Saber qué monstruos se agolpaban en las catacumbas de la discoteca de la plaza de Armas, qué hacía y hace Pepe para que el Derby sea un templo con partitura propia y soñar con cómo te levantarías tiempo después ante mis ojos desde una mirilla en el Nueva York.
Mi crecimiento no habría tenido como campo local la intersección de Lugo con Magdalena que pasó de almacén de vinos a bar que no se ve desde la calle, con pantallas grandes y mobiliario asumible. Como ese perro de porcelana de Muebles El Hogar impertérrito ante su vidriera esquinera. Pegaría en cualquier rincón de mi choza.
Por querer, habríamos matado por el serrín del Sur, sus callos, los vinos del Gato Negro. Por haber estirado unos cuantos años las confidencias que compartimos en el Ábaco, los cotilleos tras los chaparrones en el Espresso. 100 de Magdalena, allí surgió cual seta tras el diluvio el primer cibercafé no solo de la ciudad, sino de los pioneros en España. Cuando el móvil era gigante y quimera, cuando internet sonaba a NASA.
No sé si habría parado tanto en el Drowsy Duck para mirar fotos y hacer planes, si los cafeses-chocolatoses-batidoses vencerían a la ausencia de cobertura del Fol y a las patatas/aceitunas del Papillon.
La Novena fue El Congreso de mis padres, el Manchita era un lugar ignoto para ciertos grupos por leyendas urbanas de cigarros descontrolados y animales sueltos. De toda clase y condición. Los animales, digo. Y las historietas también, claro.
Cuántas manos y miradas cruzadas sintiendo que nos observaban más las cervezas que el resto de clientes. El Galeón era un sueño raro, el futbolín de Cazadores veía cómo tu melena se agitaba y el Travelers era un Negresco o una Bayamesa.
Y, siempre me sorprenderá, el Chocolate fue, es y será refugio de tranquilos y escondrijo de inquietos. Qué mejor que regresar al Baco entre aplausos tras lustros de ausencias, porque en las calles secundarias también hay vidas que fluyen.
Pero mejor No se lo digas a mamá, salvo que te vaya la marcha y quieras que suspire un Oh Ferrol del tamaño de la iglesia de Dolores. Te obsequiaré comiendo fuera de casa el domingo, para que espabiles la troita destrozando el plato de carne del Caserío Vasco.
Al despertar, frotarás los ojos: A Vaca ya no tiene primer piso, está en Pardo Bajo. Revivirás tras darlo todo moviendo los brazos en el Saturday Night y saludar a las 09:00 del domingo más allá del Mercado, en un local que fue guarida y el primer pub de Ferrol -Arce con Iglesia, GPS-.
Ayer la vi, bailando por ahí, retándome a la parte de atrás del Ghetto, vendiéndome que A Fusa era un centro cultural y que cierto café en los estertores de la calle del Sol almacena modernos imberbes a granel.
Diré hasta el último suspiro que en el Tartaruga te regalaron una mochila que te sentaba mejor que cualquier cosa a sus camareras, que aquel gintónic del Carteles fue iniciático y que aquellos dos compañeros de colegio e instituto supieron avivar el Caché y el Balance.
Cuando la calle del Sol hervía con espíritu Colonial y se chocaba en las aceras, cuando me llevabas en volandas para que me quedase a tomar la penúltima. Aquella fuente de La Rue, aunque el tequila o el cubata tardasen, marcaba la recta final de la apoteosis, en la que se decidía.
Porque, azotadme, Zebra nunca fue mi sitio. Salvo muy contadas y no necesariamente honrosas anotaciones a pie de página. Pese a las horas, en plenitud física, tocaba lo que tocaba.
Ya no era el momento de entrarle al pulpo de mi infantil O Tanagra ni de experimentar en aquel Pequeño Dadá Circus que quiso ser innovador en una ciudad aferrada a colores vivos, pero clásicos.
Cualquiera pensaba a las 5 de la madrugada en tomar una taza de té con música celestial en el antiguo Moderno. Rodolfo Ucha y plantas carnívoras como testigos. Eso, caramba, nos entusiasma casi tanto como la Movida Ferrolana ochentera.
Sentir el lujo en la palma de la mano, mangar un cóctel agitado por Tom Cruise en una alfombra de rojo intenso cual club de luces. En realidad, lo más transgresor de los muertos 90 y el alumbrado 2000 era el vídeo de Bloodhound Gang. So let’s do it like they do on the Discovery Channel (do it again now!). Espera, que me va mal.
Qué habría sido de aquellas jóvenes de mi lanzamiento acelerado si el iPhone fuese carne de años 90. Cuánta bloguera desenfadada habría surgido al calor de las meriendas de Popi y cuánta autofoto bajo la lechuga en bocadillo de En Pan es (natural).
Sí, érase una vez en Ferrol nos gustaba almorzar de otro modo. Las pizzas de Tops resistieron temporales peores que el Qumaira, donde ahora anida una agencia de seguros se implantó una primera bocatería. Modas efímeras.
Un simple ejercicio que consiste en poner el retrovisor. Para observar y tomar impulso. Hay otras noches, en Esteiro sobre todo, pero se resumen aquí. Hay nostalgia buena y mala, pasa lo mismo que con la envidia.
De recuerdos se debe y puede vivir para beber del elixir que nutre las nuevas aventuras. Al que le moleste, con apagar y ver todo en modo fundido a negro lo tiene resuelto. Bipolaridad disfrazada de Entroido. El sol tiene hora de salida, aunque no veamos más allá del anochecer.
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