
RAÚL SALGADO | Ferrol | Viernes 20 marzo 2020 | 20:25
Estas líneas me las ha inspirado Natalia Puga (voy a acuñar por ella una frase, los Mundiales somos resilientes). Ya hacía tiempo que no escribía. No será exactamente porque me sobre el tiempo. Soy uno de esos a los que le ha tocado trabajar y para los que no existe el teletrabajo. Cruzo como si fuese la estepa la tableta de chocolate.
Llego en un silencio de domingo a la redacción, esa de las vistas privilegiadas a la ría. Cuando vuelvo, ahora un poco más temprano en plena tempestad, la tarde ya es diferente. Ya no se sale un par de días a tomar el aire después de mañanas interminables, no están Paola y Sonia al otro lado. Por suerte, estamos todos. Pero no nos vemos.
Aunque estemos recuperando las llamadas en vez de los asépticos mensajes. Tiene que haber mucho menos ruido y menos grupos por la calle que fingen que no se enteran de todo esto, pero barullo, es cierto, ya no hay. Nos hemos metido en una espiral a la que parecíamos abocados en la última semana antes de que se frenase la maquinaria.
Si tantas personas graban estos días vídeos en sus propias casas, yo también desnudaré algo de mi intimidad. Mis mañanas, pese a que lleve una hora y media trabajando, no arrancan hasta que voy al Dover. Como con Paola y Sonia, me siento en el salón de mi hogar.
Tomo el mejor café de la ciudad mientras Chus me vacila, las notariales comparten las inquietudes de quienes levantan familias con esfuerzo o Lola transmite su vitalidad incansable. Cada uno que se suma pasa a ser de la familia. Es un club en el que se paga por una taza, no por ir a una piscina privada. El que entra sabe si va a volver. No deja indiferente.
En mis dos bares de cabecera fue una semana de descenso a la nada. Salí de una rueda de prensa del alcalde, en la que anunció la primera batería de medidas contra el dichoso bicho, y llamé a Sonia. Habían pasado solamente unas manzanas. Le pregunté si habían ido por allí a cerrar. Todos nos veríamos pronto. Al día siguiente, el telón de fondo era tenebroso.
Muchos anónimos hacían gestiones porque se olían una Navidad perpetua, un no tener lugar al que ir. Nadie subiría la persiana. En el Dover, Pía estaba con su hija. Era la primera mañana sin clases. Se marchó lamentando que cerrar unos días dejaría en el aire los gastos mínimos, ya de por sí altos, que cualquier emprendedor tiene que asumir.
Inevitable, pero imprescindible porque esta crisis sanitaria nadie sabía cómo resolverla. Y eso es lo primero. Pasó hacia la calle, poco antes de que yo volviese de mi rato libre, y esbozó algo así como «nos volveremos a ver pronto en los bares». El mundo no se ha derrumbado, pero ahora todo me parece grande. Aquella libertad era nuestro mayor bien.
Y ahora los amigos de aquí, los muy especiales de Vigo que están allí y en Ferrol, aquellos que tengo en Valencia e iban a venirse en unos días a descansar… todos son lo que me importa. Y la salud de a quienes debo cuidar. Cuando te falta, descubres que es lo único.
Me lo recordó el otro día Juan. La lista de prioridades nos ha dado la oportunidad de volver a empezar. De parar el reloj. De querer volver al Dover.
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