RAFAEL SAURA | Non serviam | Miércoles 6 abril 2016 | 11:48
Si algo resulta sorprendente en este tiempo convulso para Europa y, por extensión, para todo el llamado Mundo Occidental, es la casi total ausencia de debate en torno a un proceso que, de forma inevitable y a muy corto plazo, va a cambiar para siempre la relación del ciudadano común con el trabajo; un cambio que no se limitará solo al empleo, sino que va a traer aparejadas importantes consecuencias para la vida privada y social de las personas en un futuro inmediato.
Especialmente el desarrollo de la electrónica y la informática a finales del siglo XX ha llevado a la Humanidad a una situación sin precedentes históricos, al provocar la reducción de la intervención humana en los procesos productivos a un ritmo vertiginoso que, en los últimos años, se está haciendo exponencial.
Debido a causas diversas, entre 2012 y 2015 la banca española redujo, por ejemplo, casi 36.700 empleos sin que los usuarios notásemos merma alguna en los servicios bancarios. Los cajeros automáticos, las tarjetas de pago y la banca telefónica y por Internet los había hecho totalmente prescindibles.
Las pioneras cadenas de montaje altamente robotizadas propias de las fábricas de automóviles han terminado convirtiéndose en solo un ejemplo más del sistema empleado por cualquier industria que hoy fabrique mercancías en serie. Los robots están sustituyendo en todas ellas a casi todas las personas.
Pedir cita para el médico de familia, presentar la declaración del IRPF, comprar un billete de avión, reservar una habitación de hotel, pagar la compra en una gran superficie o el peaje en una autopista son sólo algunos ejemplos de acciones cotidianas que ya no precisan del contacto directo con personas.
La adquisición de artículos por Internet, ya sea un libro, una cámara fotográfica, una compra doméstica de alimentos, o un lavavajillas, es ya, a día de hoy, un acto cómodo, económico, inmediato y tan seguro o más que hacer lo mismo en una tienda física, con la ventaja de una disponibilidad de marcas, modelos, precios y opiniones de otros compradores incomparablemente mayor.
Solo la conservadora desconfianza y la falta de alfabetización informática, más comunes entre personas cuya edad supera los 50 años, hacen que algunos negocios de corte tradicional se sigan manteniendo por ahora.
A nadie se le escapa que, incluso sectores como el de la agricultura, la ganadería, la pesca o la construcción, capaces en otros tiempos de dar empleo a grandes contingentes de personas, hacen uso también de la tecnología y la maquinaria más punteras, reduciendo también con ello de forma drástica el número de trabajadores por obra, buque o explotación, a la vez que mejoran las condiciones de seguridad e higiene profesional y minimizan el esfuerzo físico que antiguamente eran habituales en esos oficios.
No existe sector productivo alguno que no se vea afectado, en mayor o menor medida, por este fenómeno de la reducción del trabajo humano debido a los avances tecnológicos; una pérdida masiva de empleos de toda clase que, si bien se vio agravada en Occidente por la crisis financiera iniciada en 2008 y por la existencia de mano de obra semiesclava en el Tercer Mundo, no va a desaparecer aunque la crisis se supere y la globalización industrial y de capitales se regularice.
Lo sorprendente es que este espectacular triunfo de la Tecnología, que hace sólo 50 años cualquiera hubiese considerado utópico y propio de la Ciencia Ficción, ha producido, hasta el momento, desempleo, desigualdad, sufrimiento y desestabilización en nuestras sociedades, cuando debería estar aumentando los niveles de bienestar personal y colectivo, así como la cohesión social, como nunca antes en la Historia.
Por otra parte, el PIB de los países occidentales ha seguido creciendo en plena crisis —España incluida— a pesar de la disminución del empleo; lo que demuestra que, aunque que vivamos un tiempo donde la producción de toda clase de bienes —alimentos, viviendas, medicamentos y ropa incluidos— es mayor que en ninguna otra época anterior, a nuestra sociedad le sobran, aparentemente, trabajadores humanos; una paradoja para cuya solución, los partidos políticos de ideología más izquierdista apenas han llegado a proponer la subsidiación de los desempleados en todo su conjunto, mientras que los conservadores ni siquiera se pronuncian al respecto.
Aparte de cuestiones que tienen mucho que ver con el racismo que sin duda existe entre los europeos de origen autóctono hacia las otras etnias que, a día de hoy, pueblan sobre todo las grandes ciudades de nuestro continente, la autoría de los recientes atentados yihadistas en París y Bruselas parece haber demostrado que la subsidiación de los desocupados resulta una solución indigna para estos. Aunque las personas concretas que se radicalizan hasta el extremo de cometer los atentados suponen una pequeña minoría enloquecida, rabiosa y deshumanizada dentro de los barrios donde residen, su desarraigo y resentimiento hacia la sociedad que les niega un empleo similar al de gran parte de sus compatriotas de etnia europea y se limita a mantenerlos subsidiados, parece ser común a una gran mayoría de jóvenes de esos mismos barrios que se siente discriminada en su propio país por no tener acceso a un empleo y con ello a una vida verdaderamente digna. Si deseamos estabilidad y paz social, los únicos excedentes laborales entre la población activa deberían ser los enfermos, los incapacitados por alguna gran minusvalía, o quienes voluntariamente decidan vivir a expensas de un subsidio básico: un pequeño sector de automarginados por motivos diversos que siempre ha exitido y existirá.
Lo que no escuchamos decir prácticamente a nadie en el mundo de la política ni en el del sindicalismo es que ha llegado el momento de reducir nuevamente las jornadas y/o la semana laboral y prohibir, también por ley, las horas extraordinarias. Y utilizo la palabra «nuevamente» porque la reducción de horas diarias de trabajo, así como la institucionalización de las vacaciones, la prohibición del trabajo de los niños, e incluso la libranza de los sábados en muchos sectores, son reformas que empezaron a ponerse en práctica hace ya un siglo en todo el Mundo Occidental impulsadas por el Movimiento Obrero; regulaciones de la vida laboral que hoy nadie cuestiona porque, en su momento, dignificaron la vida de las personas sin reducir por ello la productividad industrial ni mermar en absoluto el poder adquisitivo de los salarios.
Se trata, en nuestro caso, de repartir el trabajo existente, reduciendo radicalmente las jornadas sin recortar salarios y facilitando al máximo lo que llamamos conciliación laboral con la vida familiar, con los proyectos personales y con la crianza de los hijos. Todo aquel que necesite un permiso deberá obtenerlo, pasando a percibir, como mínimo, la ya mencionada renta básica.
Y para reducir jornadas de forma drástica sin que los salarios y el poder adquisitivo de las familias se resientan, debemos hablar del dinero que necesitamos para poner en marcha esta revolución, tan inaplazable como inevitable a corto o medio plazo.
La información aparecida estos días al respecto de los llamados “Papeles de Panamá” ha vuelto a poner de manifiesto la necesidad imperiosa de meter en cintura a los evasores de impuestos en todas partes. En esos países piratas y parásitos, consentidos por la comunidad internacional, se calcula que se esconden 7,6 billones (con b) de dólares que permanecen ocultos al fisco de los países donde fueron generados, y prácticamente no pagan ni han pagado impuestos en ninguna parte. Es de ahí, precisamente, de donde debería obtenerse el dinero necesario, haciendo aflorar esos capitales y aplicándoles una tarifa impositiva justa y similar para todos los países, sin excepciones.
Durante los 22 primeros días del mes de julio de 1944, representantes de las 44 naciones más influyentes del mundo se reunieron en un hotel de la localidad de Bretton Woods en los Estados Unidos para organizar y regular la economía internacional como parte de la reconstrucción de Europa tras la segunda guerra mundial. Aquellos pactos y regulaciones propiciaron, de hecho, la época de mayor estabilidad económica que conoció el Mundo Occidental y alejaron el fantasma de un nuevo desastre económico como el que supuso la gran crisis de 1929, entre cuyas consecuencias estuvo la propia guerra. Lamentablemente, ese sistema regulatorio mundial empezó a ser debilitado en 1971 por interés de los Estados Unidos gobernando Richard Nixon, y terminó siendo abandonado casi por completo en la época de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, a finales del siglo XX, con la desregularización casi total de los mercados, propia de lo que se conoce como Neoliberalismo; lo que terminó conduciéndonos a la actual crisis económica, prima hermana, aunque con diferencias, de la del año 29.
Con objeto de reconstruir el mundo tras la nueva gran recesión en la que estamos inmersos desde 2008, necesitamos otra conferencia como la de Bretton Woods que establezca regulaciones de acuerdo con los retos de los nuevos tiempos, elimine los paraísos fiscales y penalice la economía especulativa —la conocida como “de casino”— por la vía de los impuestos, en relación con la economía productiva que sí genera empleo y riqueza. El fraude fiscal debe ser perseguido internacionalmente y considerado delito muy grave.
Habría que desligar, de una vez, la financiación de la sanidad pública, y la necesaria para el abono de las pensiones no contributivas —que, de hecho, suponen ya un comienzo de lo que será la renta básica universal— de las cotizaciones de los empleados y las empresas donde trabajan; y obtenerla a través de los impuestos generales directos e indirectos. El sistema actual penaliza por esta vía a las empresas que generan empleo, frente a las que solamente especulan sin generar riqueza a través del trabajo.
Al no existir virtualmente desempleados, en esa nueva sociedad que debería crearse no existirían más pasivos subvencionados, que los que hoy llamamos pensionistas. Todo el resto de ciudadanos adultos pagaría impuestos, y no sólo una parte de la población activa estaría sobrecargada fiscalmente, como sucede ahora, para pagar subsidios de desempleo, sanidad pública, educación, etc.
Prestigiosos economistas de vanguardia como Thomas Piketty, llevan ya años trabajando sobre esta nueva redistribución de la riqueza. Algunos, como Jeremy Rifkin o Paul Mason, van incluso más allá, vaticinando la inevitable reducción de precios —hasta casi alcanzar la gratuidad— en toda clase de bienes y servicios, que están propiciando ya las nuevas tecnologías.
Las regulaciones concretas que puedan conducir por vía pacífica el cambio de ciclo histórico que, de hecho, ya estamos atravesando, deberán establecerlas los expertos a través de un mecanismo similar al de Bretton Woods que dé lugar a nuevas instituciones internacionales encargadas de implementarlas. No hacer nada al respecto —o casi nada, como ha sido hasta ahora— no va a evitar que el mundo continúe con su inexorable transformación —estamos ante un cambio de era—, pero puede provocar que ese cambio, inevitable, acabe siendo negativo y violento.
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