RAFAEL SAURA | Non serviam | Lunes 2 noviembre 2015 | 8:38
Como todos sabemos, la palabra cultura es polisémica, hasta el punto de que algunos estudiosos han llegado a atribuirle hasta 164 significados diferentes. En el uso cotidiano, sin embargo, el término tiene 2 acepciones principales:
La primera se refiere a lo que podríamos llamar cultivo del espíritu o formación de la mente. Aquí entraría el interés por el conocimiento y el disfrute del mismo en las formas que tradicionalmente se han considerado elevadas: las Bellas Artes, la Ciencia y las Humanidades. Un ser humano culto —o cultivado— es, según esta definición, alguien que ha ido amueblando su mente hasta lograr un grado de educación universalista que se encuentra por encima de la media de su tiempo.
La segunda acepción de esta palabra tiene que ver con la herencia social, entendida ésta como las costumbres y los usos característicos de los pueblos. Así podemos hablar de la cultura catalana, de la norteamericana, de la gitana o de la celta que, entre otros muchos aspectos, englobarían sus formas de alimentarse y de vestirse, su lengua, su folclore y, en general, su forma particular de diferenciarse del resto del mundo.
A caballo entre estas 2 definiciones se encuentra un sector económico dedicado básicamente al entretenimiento, una industria de lo lúdico, lo gastronómico y lo identitario, que se aprovecha del prestigio de la definición clásica de cultura y del atractivo del folclore para quienes lo identifican como propio de su grupo social o étnico.
Paradójicamente, y de acuerdo con lo dicho, a menudo nos topamos con grandes incultos que viven de la Cultura, en demasiadas ocasiones subvencionada con el dinero de todos con el pretexto de su importancia como bien social, un aspecto muchas veces discutible. En los tiempos que corren, cualquier actividad colectiva absolutamente banal puede ser considerada cultura a condición de que incluya algún elemento folclórico o relacionado —aunque sea muy remotamente— con las artes.
Así, desde la instauración del sistema democrático en nuestro país, han surgido como setas multitud de asociaciones creadas con el propósito de acceder a ese dinero público con el pretexto de su pretendida vocación cultural, lo que ha llevado incluso al nacimiento de empresas especializadas en la obtención de ayudas públicas, que cobran por brindar ese servicio a las asociaciones.
El interés de los políticos nacionalistas en exaltar las singularidades propias de las distintas patrias que coexisten en el territorio español ha contribuido también decididamente a conseguir que importantes paquetes de fondos públicos que deberían destinarse a mejorar la sanidad, la educación o la protección social de los más desfavorecidos —en un país tan necesitado en estos temas como el nuestro— vayan cada día a parar al sumidero identitario, llenando los bolsillos de personas que han encontrado en este nicho de recursos una forma de obtener ingresos fáciles.
Otros avispados con aficiones diversas, que van desde los amantes del bonsái a los que gustan de practicar la danza, han conseguido, registrándose como asociación, que quienes cultivamos otros intereses sin aspirar a ayudas públicas financiemos obligatoriamente con nuestros impuestos su diversión, cuando no sus viajes o sus comidas de fraternidad.
Este tipo de asociaciones, a menudo en guerra —incluso judicial— unas con otras por disputarse las jugosas subvenciones, forman parte casi siempre de la red clientelar de los partidos que se las proporcionan, hasta el punto de que, a cambio del dinero que éstos les procuran, se encuentran siempre dispuestas a firmar manifiestos o a sumarse a protestas de cualquier naturaleza que socaven la imagen pública de sus formaciones políticas rivales. Lejos de cualquier atisbo de independencia política, estos supuestos artistas y culturetas o intelectuales de salón, amaestrados por la subvenciones, jamás serán críticos con aquellos que les pagan por un producto, casi siempre de calidad ínfima, que en un mercado no cautivo sería invendible.
El conocido pretexto de conservar las tradiciones no debería servir para que viésemos el escudo de la Diputación estampado en el cartel anunciador de una romería que no es más que un festín gastronómico colectivo que —gaiteros incluidos— viene celebrándose —hasta hace muy poco sin subvenciones públicas— desde hace un montón de siglos.
Incluso negocios claramente industriales como el del cine profesional, no contentos con recibir importantes subvenciones procedentes del dinero de todos, protestan cuando se intenta exigirles que cobren el mismo IVA que debe repercutir un modesto trabajador autónomo de cualquier otro sector productivo a quien se le ha detraído parte de esa subvención de sus impuestos, lo que ni siquiera le exime de pagar el 100% del precio de entrada a la sala comercial cuando se trata de una película cuyo coste de producción él ya ha sufragado en parte. En los Estados Unidos, el cine está englobado en lo que allí conocen como industria del entretenimiento. A lo que allí se considera entretenimiento, aquí —y no de forma casual ni inocente— le llamamos cultura.
Los proyectos faraónicos sin sentido, del estilo de la llamada Cidade da Cultura del monte Gaiás en Compostela, no hacen sino poner la guinda a la enorme burbuja que devora, sin justificación alguna, enormes cantidades de recursos públicos de los que difícilmente se recupera un solo euro.
En un país y una comunidad como la nuestra, donde la empobrecida sanidad pública se reconoce incapaz de atender en un tiempo razonable las necesidades de los enfermos, donde las ayudas a la dependencia son escasas e insuficientes, donde la creciente demanda en los comedores sociales demuestra la precariedad de muchas economías familiares, y donde la educación cojea, a la luz de los informes internacionales como el PISA, no debería haber subvenciones para nada que no fuese imprescindible. Que se ayude a determinadas oenegés —como puede ser el caso de Cáritas— que están haciendo una labor social que debería corresponder al Estado, es razonable; que por el simple hecho de asociarse se entregue dinero público a personas particulares con aficiones diversas que sin ningún problema podrían pagarse de su bolsillo, me parece un completo e injusto derroche de ese dinero de todos que tanto se necesita para cubrir necesidades perentorias.
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