RAFAEL SAURA | Non serviam | Miércoles 10 febrero 2016 | 10:47
La crisis social y económica que, en diversos grados, venimos padeciendo desde 2008 los españoles cuyo único capital es nuestra fuerza de trabajo, ha venido determinada por diversos factores que tienen que ver, sobre todo, con la globalización y deslocalización industrial y financiera, y con la desregulación completa del Capitalismo tras la caída de la Unión Soviética. Esta desregulación, puesta en marcha en tiempos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher ante la convicción de estos y otros políticos de que el darwinismo económico —quien no es capaz de competir debe extinguirse sin que se le preste ayuda alguna— era el mejor regulador de los mercados, llevó a los dirigentes de los dos partidos hegemónicos en España a privatizar las empresas públicas estratégicas y a liberalizar el mercado laboral introduciendo poco a poco los contratos basura. Al comienzo del siglo XXI, con el Estado español ya industrialmente despatrimonializado, el país se entregó a la fiebre inmobiliaria privada y al faraonismo de iniciativa pública con dinero procedente de mercados exteriores que fue prestado a particulares sin solvencia y a instituciones públicas que, al poco tiempo, demostraron no tenerla tampoco. Esto hundió principalmente a las Cajas de Ahorros, dejándonos a todos como rehenes subsidiaros de la deuda pública y privada originada durante la burbuja. La falta de profesionalidad de los dirigentes de las Cajas, a menudo colocados al frente de ellas por su amistad con políticos, así como la irresponsabilidad, incompetencia, desidia e incluso manifiesta rapiña de muchos políticos que nos han venido gobernando hasta el presente, llevaron al país al borde mismo de la bancarrota, arrastrando al desempleo o al trabajo basura a una parte importante de nuestra población activa y obligando a muchísimos jóvenes a emigrar al extranjero en condiciones casi siempre precarias.
La clara percepción de que se nos ha hecho cargar a los ciudadanos comunes, con todos los sacrificios que exige esta crisis de la que no hemos sido responsables, se aprecia en la falta de intención de los políticos al uso, por acometer reformas en la administración que reduzcan drásticamente el número de municipios —que mantienen una dispersión territorial que sólo tenía sentido antes de la invención del automóvil— y eliminen las diputaciones y el Senado, instituciones infladas de políticos y claramente anacrónicas en un Estado que cuenta con parlamentos y gobiernos autónomos —que antiguamente no existían— en todas sus regiones. Los recortes se han aplicado a la Sanidad Pública, a la Educación y a los salarios y derechos laborales, pero no han tocado a los partidos políticos ni a la sobredimensionada Administración porque esta proporciona millares de cómodos y bien remunerados empleos públicos a sus militantes más privilegiados.
La ley mordaza ha sido tal vez lo que acabó de poner la guinda al descontento, al tratar el poder político de sofocar con ella las protestas por todo lo ya mencionado, negándonos hasta el derecho al pataleo.
Con esta situación resulta fácilmente comprensible que colectivos antisistema de corte libertario o comunista, que eran muy minoritarios en nuestro país durante las épocas de aparente bonanza, hayan ganado adeptos hasta convertirse en fuerzas políticas capaces de dinamitar el sistema democrático burgués, que en su día importamos de la llamada Europa Occidental, entrando masivamente en las instituciones públicas a través del voto de amplios sectores laboralmente marginados de la población que se sienten ignorados y traicionados por los partidos políticos tradicionales.
Llegados a este punto convendría reflexionar si estos nuevos partidos de ideología y estrategia típicamente ultraizquierdista pueden de verdad sacarnos de la crisis a los ciudadanos comunes o llevarnos, por contra, a un escenario socioeconómico todavía peor del que actualmente padecemos.
Cualquiera que tenga ojos para ver coincidirá con ellos en que la democracia burguesa en la que está inscrita nuestro sistema político actual tiene mucho de farsa. Lejos de la democracia directa propia del asamblearismo libertario, nuestra democracia representativa no es otra cosa que un sistema donde una nueva aristocracia es elegida y renovada por sufragio.
Votamos a quienes gobernarán supuestamente para el pueblo, pero evidentemente sin el pueblo. Y esto, aunque parezca una usurpación de la democracia verdadera, ha demostrado ser, de forma paradójica pero incuestionable, el sistema político que mayores cotas de prosperidad, libertad, oportunidades y desarrollo personal ha proporcionado al ser humano medio en toda la historia del mundo. Esta es la esencia de la Europa moderna, el lugar del planeta donde todos los que han conocido otros regímenes aspiran a vivir.
Pensar que este sistema es perfecto o incuestionablemente legítimo sería una ingenuidad o una falacia. Tan falacia como afirmar que el pueblo es sabio cuando vota, o que de la asamblea sale siempre lo razonable y lo correcto. No olvidemos que el propio Adolfo Hitler fue elegido por sufragio.
Conviene recordar ahora que el éxito del sistema político europeo hasta el desmadre que originó esta crisis estuvo basado en la puesta en práctica de la llamada socialdemocracia, una ideología política que, aceptando el sistema capitalista como verdadero motor de la economía, se empleó en redistribuir la riqueza por la vía de los impuestos. El llamado Estado del Bienestar, cuyos puntales son la educación pública, la sanidad universal, las pensiones de jubilación y minusvalía, y el respeto a la libertad individual y los derechos humanos demostró ser el más próspero y sostenible sistema de protección social que existió nunca en la Historia.
A quien proponga como alternativa los modelos de economía centralizada al estilo de la URSS, Cuba o la China de Mao y no tenga memoria del desastre que supusieron para sus ciudadanos, le remito a los libros de Historia.
Muchos dirigentes del Partido Comunista de España terminaron incluso entrando a formar parte del PSOE —a pesar de que este empezaba ya a abrazar determinados postulados de corte neoliberal— en cuanto se hizo patente e incuestionable el fracaso económico y social de la Unión Soviética y de sus países satélites a principios de los años 90 del pasado siglo.
El sistema europeo que a día de hoy defienden por igual la derecha moderada y la izquierda aquí llamada socialista, basa su éxito en el pacto social que los poderes económicos han establecido en este continente con la llamada clase media, una clase social con capacidad de generar la suficiente riqueza como para que, a través de los impuestos, el Estado pueda compensar desigualdades extremas, pagar pensiones y asegurar educación y sanidad públicas.
Todo lo que vaya más allá de estos pilares básicos y pretenda subvencionarlo casi todo, estará condenado al fracaso al desmotivar e incluso destruir por la vía impositiva a lo que hoy queda de la hasta hace poco tiempo inmensa clase media, la principal fuente de riqueza y por lo tanto de ingresos con que cuenta y contará el Estado.
Gran parte de las reformas profundas que hoy propugnan los llamados partidos emergentes son absolutamente necesarias; sobre todo aquellas encaminadas a reducir la Administración, a poner a funcionar los mecanismos de control de cuentas del Estado, a reducir el fraude fiscal y el nepotismo y a meter en cintura a los políticos inmorales y corruptos. También la ley mordaza, y las que recortan las libertades personales frente a la muerte digna u otros temas en base a prejuicios religiosos, deben derogarse en aras de la constitución de un Estado moderno y, de una vez, a la altura de los tiempos.
En todo lo demás deberíamos sólo a aspirar a hacer crecer al máximo la clase media, lo que viene a ser sinónimo de reducir el desempleo y recuperar los salarios dignos. Considerar la posibilidad de reducir jornadas de forma general en un país cuya macroeconomía crece a pesar de la crisis de empleo, debiera ser también asunto prioritario para repartir el trabajo en un mundo donde, sin que mengüe la productividad en absoluto, la tecnología reduce cada vez más la intervención humana en los procesos industriales.
Y el resto de aventuras y experimentos, mejor con gaseosa; teniendo en cuenta que esos experimentos, aunque ilusionantes y prometedores en pura apariencia, ya se han puesto en práctica en muchos países y siempre con el mismo resultado: fracaso y vuelta al Capitalismo, luego de haberse dejado en el camino generaciones enteras que se han visto obligadas a vivir en la opresión, la falta de expectativas y la miseria más oscuras. Por encima de su elegancia sobre el papel, y del incuestionable atractivo romántico de las teorías colectivistas y libertarias, la universal condición humana —que no parece haber variado en cien mil años ni amenaza con hacerlo ahora— seguramente tenga mucho que ver con el fracaso recurrente de estos postulados, ya bastante antiguos, a través de los cuales algunos siguen empecinados en asaltar un paraíso que sólo existe en los sueños de quienes se niegan a aprender de la Historia.
Debate sobre el post