MARTA CORRAL | O falar non ten cancelas | Martes 15 mayo 2018 | 21:52
El otro día en el Jofre ocurrió algo extraordinario. Fernando Barroso se subía al escenario con el que soñó durante años para dar una lección de personalidad y virtuosismo delante de muchísimas personas que lo quieren, entre ellas yo misma. La música, que tiene ese extraño poder de hacernos viajar en el tiempo y el espacio, me hizo cumplir de nuevo 19 años.
Para defenderme de la nula destreza que siempre tuve a la hora de interpretar cualquier melodía en el más sencillo de los instrumentos suelo decir que, mientras unos nacen para hacer música, otros hemos venido al mundo para escucharla. Así, dentro de esta honra de falsete, tengo que agradecer la suerte de haberme rodeado de amigos músicos que han puesto la mejor de las bandas sonoras a buena parte de mis veintipocos.
El propio Fer, pero también Pablo Vergara, Fausto Escrigas y Aitor Alcorta, que se hacían llamar por aquel entonces El Rincón de Morgan, una banda de folk-rock que llegó a tocar en festivales como el de Moeche e incluso en citas europeas como el Cwlwm Celtaidd de Gales. Cuando las cocacolas subían en Atocha 3, ellos cumplían rigurosamente con todas y cada una de nuestras peticiones -hay que recordar aquí la magistral versión de Sultans of Swing con gaita-, como si fueran una suerte de Spotify pre millennial.
Al acabar el concierto fuimos a tomar unas cañas y a picar algo. No estábamos todos, ni mucho menos, pero sí salieron los nombres de todas las personas que conformamos por momentos ese núcleo humano que nos ha proporcionado tantas y tantas risas. Las anécdotas fluían, porque ahora, de repente, nos hemos convertido en retahílas de recuerdos y por eso, como decía Estela, esa noche todos recuperamos «diez años de vida».
Lo que pasa es que el tiempo ha pasado. Y ahora hay niños esperando en casa. Hay trabajos a los que llegar pronto al día siguiente. Y daban las tres y aunque las copas de vino estaban mediadas había que huir apelando a la sensatez y a los rumores de las resacas a deshoras. Al día siguiente me regalaron una visita para hablar de órganos Hammond y convocar otro reencuentro cuando no haya que mirar el reloj y el calor dure hasta la medianoche.
Junto a ellos, atento a cada conversación, estaba otro de mis cronopios, el que acaba de llegar pero ya se sabe dónde escondo el pan integral. Se reía con cada anécdota aunque el contexto le fuera totalmente desconocido y no muy fácil de intuir. Cuando mezclas a los viejos y a los nuevos colegas sabes cuando has dado (o no) con alguien especial porque todo fluye. Porque las explicaciones sobran y acaba llegando después el «me cayeron muy bien tus amigos».
Sin embargo, cuando una persona que llega de nuevas a nuestra vida no empasta en el engranaje que nos ha hecho funcionar y picotear de la felicidad todos estos años es que algo falla. Y el error no es tuyo, ni de tu entorno. Puede que ni siquiera sea de la otra persona, pero este indicador debería hacernos cambiar el rumbo. Pegar un golpe de timón. Alejarnos.
El pasar de los años, porque hace 14 años que tuve 19 años, me ha servido para saber que la gente a la que amas es la medida para todas las cosas. Como decía Luppi en Martín Hache, «tu país son tus amigos». Cuando salgo de Ferrol soy ferrolana, cuando salgo de Galicia soy gallega y, cuando salgo de España, española. La patria, para mí, tal y como la asumen muchos, «es un invento» porque, si existe un espacio por el que luchar y cavar trincheras ese, sin duda, será siempre donde estén ellos.
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