
RAÚL SALGADO | Ferrol | Miércoles 8 abril 2020 | 19:40
Yo tendría que estar empezando mis vacaciones de Semana Santa a estas horas. No trabajaré estos días, conste. Y se agradece porque son eternos, plomizos. El peso de una neblina que todo lo cubre, del silencio perpetuo por las calles. De vivir bajo otro horario para madrugar y comer, de saber que a las ocho de la tarde te asomas.
De estar muerto de ganas por rehacer todo lo que se ha descosido entre el interior del cuerpo y lo que tocan tus pies. Ahora añoras todo. Levantarte como puedes tras dos alarmas apagadas mientras Pedro Blanco hace la ronda de autonomías en la radio. Los ojos casi cerrados en la ducha, afeitarte como casi ni sabes. Siempre quedan rastros de barba incipiente.
Vestirte a la carrera, cruzar la ciudad a oscuras. El Avenida repartiendo cafés cuando estos días solo ves que la cartera mete (probablemente) recibos por la rendija de la puerta. La calle Magdalena como zona de guerra: peatonal, pero con furgonetas de reparto como rayos.
Un par de bares con una luz tímida, un par de humanos que desafían al sueño para pasear a sus perros. No pueden ser humanos a esas horas. La gente que se detiene a mirar escaparates cuando yo voy contrarreloj a la redacción, la bombilla de Sevvenmuses para enfocar a sus joyas. El gran salón de Stollen, que ahora está a media oscuridad.
Solo hay pan, ya no entran palomas hasta la cafetería. En El Rápido han puesto la mesa en la puerta, mampara incluida. Ya no se ve una de las maravillas históricas del comercio ferrolano. No bajan los coches de (supongo) funcionarios o trabajadores de la banca como locos por la calle Coruña.
Tampoco la furgoneta de la panadería frente al Ateneo se interpone en mi camino. No hace ni un mes y huele a un siglo. Cuando subía la cremallera contra el frío y bajaba al bar un rato después, deshaciendo parte pequeña de ese mismo recorrido madrugador.
Divisando negocios que no abren a la hora anunciada ni queriendo, atravesando la gran calle Real hacia la medicina del Dover. Pasando por la nueva ubicación de Isabel Platas, de esos quioscos que ya no quedan. Las flores de la calle Dolores a la ida y a la vuelta. Cascos, micrófono y regleta con permiso del solano en mi pecera privilegiada junto a Capitanía.
Salir a las ruedas de prensa del Racing como si nunca lloviese, como el descanso a las prisas de la redacción. Gente conocida y querida en A Malata, las esperas con café, los mensajes a Juan diciéndole que ya llego. El túnel hacia las oficinas, las ruedas de prensa que ahora añoramos.
El miedo a que tantas normas nos cercenen a la vuelta, que cada movimiento tenga que ser estudiado. Salir cuando todos ya han comido y llenar el estómago como se puede (pero se quiere, vaya que sí). Hay gente aún en el Zahara. Los ratos inmediatamente posteriores, no pasan ni minutos, que me tomaba libres cada semana.
Paseo, auriculares para hacer que el ruido se aleje y pócima en una barra amiga. El regreso relajado, la revisión del correo para el día siguiente y avisar a Mero de que hay cambios para el fin de semana. Es el único que me saca decente en las fotos. La libreta con hojas llenas de apuntes que ni yo mismo descifro ya.
Desde los papeleos que no podía atender por las mañanas a no olvidarme de llamar o quedar con mi gente favorita. Hasta eso tenía que anotar en la cascada de cada laborable. O Camiño do Inglés, Bacoriño… cuánto que saciar. Deseo el día cero como los Reyes de niño. Como cuando cumplías, no sé, los 18. Para volver a alzar el edificio, para cambiarle algunos muebles.
Creo que aprenderemos, aunque sea por presión. Ya no molestarán las manos de tanto jabón. Ahora… olvidadlo. Apagad todo y escuchad este vídeo. Estas son mis bellezas, esta era la suya. Mayúscula. Murió el sábado, en casa hubo silencio. Ahora… ahora sí quiero ruido.
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